3.7.11

A Través del Vidrio



     Cuando escribí mi primer relato, el cual siquiera cumplía con la formalidad de un párrafo,  no entendía claramente aun el significado de la palabra literatura.  Para mí, la filosofía tenía el mismo valor que cualquier rostro olvidable, no me impresionaban las historias de cubículo ni me conmovía con los discursos tediosos y trastocados de cualquier payaso que cobrara por hablar de la vida.   Cuando escribí por primera vez, no lo hice por amor a las letras ni con la intención de ser leído; cuando escribí por primera vez lo hice mas por la necesidad de ser escuchado, no por otros, si no por mí mismo.   Aunque no recuerdo claramente el momento en que comencé a trazar pasajes y construir líneas, recuerdo vívidamente cada instante en los que las destruí.  Cientos de páginas terminaron quemadas, garabateadas, rasgueadas o a la deriva; flotando sobre cualquier cuerpo de agua o sumergidos en algún lavabo de las tabernas de ocasión.   En la limitada enseñanza formal que tuve, porque los mejores cursos los aprobé en los Cafés que me encontraba de camino a la universidad, fui un pésimo estudiante de historia.  En los Cafés aprendí que el pasado era presente, y que la memoria podía ser contada de tal manera que dejara de ser de ayer para convertirse en ahora.   No recuerdo bien el rostro ni el nombre de mi primer profesor, habría sido cualquier radical de esos que aun se reúnen en los pocos bares que quedan para evocar los tiempos, donde había tiempo para perder el tiempo. 
     Lo que hoy sé, que no necesariamente fue lo mejor que aprendí,  lo escuché del Barón Fandherri y sus discursos, de los cuentos que contaba sentado en su lugar habitual en aquel Café, los mismos que se les escaparan gota a gota, entre sorbo y sorbo de coñac.  Contaba una historia del 1927, y por su edad y su acento, sabía que para entonces no solamente hacía mucho tiempo que había nacido, si no que había nacido lejos de los circuitos que le sirvieron como lugar de desarrollo a sus historias.  Con su figura esbelta, su voz pausada y su cabello blanquísimo, contaba entre sorbos de la vez en la que se escapó en llamas de su auto Formula 1.   El Barón Fandherri, con el título de noble Ingles auto-impuesto que incluyó detrás de un nombre ficticio, fue mi primer profesor de historia, mi compañero de copas y el mejor cuentacuentos de todos los que conocí.  No fue piloto de autos de carrera, ni italiano como pensé al escuchar su nombre, ni británico por su título.  Con 86 años, Klaus Schorlemmer, además de poseer una gran imaginación y destreza para contar historias, guardó cuidadosamente y con gran éxito su secreto. Y no fue hasta años después de conocerle, de centenares de historias y de copas, que supe, de la voz del nuevo ocupante de su silla en aquel Café, que había fallecido, que el refugiado del ejército alemán se había ido al cielo  de manera fulminante, a doscientos kilómetros por hora como siempre imaginó.  Aquella fue mi primera lección:   El arte es una mentira que dice la verdad.   Y escuchando aprendí que se puede contar lo que pasó, aunque haya sido imaginado,  de tal manera que vuelva a ocurrir cuando uno lo cuenta, y que se pueda incluso escuchar ese remoto trueno en una ciudad sin lluvia, que sea posible ver huellas sobre la arena aunque el suelo este hecho de ladrillos o de madera.   El Barón se había marchado con su coñac y sus cuentos a disfrutar de la carrera que es la vida desde la butaca de arriba, y aunque me dejó un buen profesor substituto, opté por recolectar mis historias desde otro lugar, desde otra perspectiva.  Así comencé a escribir, como lo aprendí de él; a través del vaso, a través de las ventanas de la imaginación, frente al espejo, a través del vidrio. 
     En un segundo relato breve sobre mis comienzos en el arte de narrar;  mi tío Polo, a quien conocí tarde en mi vida, y a quien aprendí a querer más de lo que pensé ser capaz, me enseñó desde el balcón de su casa el magnífico arte del fisgoneo.  Me enseñó que tanto para contar historias como para escribirlas no hacen falta cursos especializados, ni un buen ojo, ni siquiera un buen par de oídos.  Mi tío Polo me enseñó que la mejor herramienta de un buen escritor son sus piernas.  Que de nada serviría una buena historia si no se tiene lo esencial para salvar la propia vida y salir corriendo al ser descubierto recopilando datos, a través de una ventana en  un pobre ejercicio de la indiscreción.   Mi tío fue el mejor de los fisgones y mi segundo maestro.  El todo lo sabía, y lo que no sabía lo imaginaba, y lo que no podía imaginar, lo narraba muy bien.  Aquella fue mi segunda lección.  De muy baja estatura, con un bigote espeso y con un cigarrillo siempre entre los dedos;  con un pasaporte arrugado y manoseado, mi tío Polo fue también mi primer boleto al mundo, aquel mundo que para entonces no conocía.   Con el compartí mi primer cigarrillo y mis primeras ideas, las cuales apreciaba más que por curiosidad, por simple cordialidad.   Siempre me habló, como lo hiciera el Baron Fandherri, de la importancia de escribir cada historia como si se estuviese viviendo, como si estuviera narrándola desde el otro lado del vidrio.  De ese vidrio imaginario que divide a los los actores que personifican la vida de la audiencia y de los espectadores que escriben sobre ellos; el mismo vidrio que divide la realidad de la ficción, cuales solo un buen cuentacuentos sabe unir.   Y así fue como lo vi por última vez, a través de un vidrio en una sala de hospital, buscándome los ojos y regalándome su último aliento antes de cerrar los suyos.
     Aunque el Barón Fandherri nunca escribió nada,  mucho se escribió en los periódicos sobre su vida y sus hazañas después de su muerte.  Desafortunadamente, nunca encontré nada sobre sus días como piloto de autos Formula 1.   El tío Polo en cambio, pasó gran parte de su vida escribiendo poemas y relatos sobre sus viajes, sobre sus experiencias y por supuesto, sobre aquellos amores de paso.   Y aunque para mi asombro, de sus escritos nada se pudo encontrar, fue capaz de hacer que una de sus cartas me encontrara.
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Sobrino,
Aunque no tuve la oportunidad de despedirme como quise, se que al leer esta carta serás capaz de escucharme.  No porque haya sido el gran cuentacuentos que dijiste que era, si no, porque si no puedes escuchar mi voz ahora que es libre, no fui digno de tu compañía.  Desde allá, te escribiré cartas como siempre lo hice cuando te marchaste en busca de un nuevo aire y mejores historias.  Y como siempre fui un hijo de puta, me olvidaré de enviártelas con la esperanza de que algún día te encuentren como te encontró esta.   Espero poder encontrarme con el alemán de quien me platicaste y le daré las gracias de tu parte, no sin antes patearle los huevos por todo lo que hizo durante la segunda guerra mundial; sentimiento que ambos compartimos.   No tengo miedo y nunca lo tuve, me marcho tranquilo sabiendo que desde allá arriba podre fisgonear aun mas y desde una posición aventajada.  No le permitas a tu madre que haga que me afeiten el bigote, no podría descansar en paz viéndome en un ataúd luciendo como un enano en pubertad. Espero que nunca renuncies a tus sueños y que algún día nos volvamos a ver y podamos fumarnos unos cigarrillos a la sombra de un árbol, si toda esa mierda sobre el paraíso es real. Lo único que lamento es no haber podido compartir contigo la ruta.  Haberte llevado a todos aquellos lugares que me sirvieron de escuela y de los que te contaba cuando eras un niño y preferías escucharme contar historias a jugar con tus amigos.   ¿Recuerdas? 
Me hubiera gustado regresar a aquella playa en Cascais, donde me metí en aquel mar vestido con un traje, donde conocí a Sofía y donde pretendí tener amnesia cuando la guardia civil nos encontró desnudos.   Hubiera sido bueno volver a Paris y al museo del Louvre, donde conocí a la mujer más hermosa del mundo, elevada e inmóvil, con sus alas abiertas y sin cabeza.  Admito que hubiera preferido quedarme un poco más de tiempo en este mundo, este mundo que a pesar de tanto suicida y tanto homicida sigue siendo un paraíso.  Paraíso que descubrí en los atardeceres del Machu Pichu y en las pirámides de los Mayas, quienes descubrieron que se nace con dolor pero que el milagro de la vida lo compensa.  Paraíso que encontré en las catedrales de Brasil en forma de ofrendas, ofrendas que me salvaron la vida, que me dieron de comer y pagaron los hostales antes de que descubrieran los feligreses que Dios le estaba saliendo muy caro.  Me hubiera encantado llevarte a ver las ballenas grises en California y  los pingüinos en Tierra del Fuego.  Quisiera volver a Roma y a la Fontana de Trevi, y con las usuales tres copas de más volver a encontrarme con Anita Ekberg, y volver a lamentar la cruda realidad de la mañana siguiente cuando descubría que la mujer a mi lado no era exactamente Miss. Suecia, si no la ballena Californiana de la que te hablé en tantas ocasiones.  Aquellos días en los que confirmaba día a día que no era ni Marcello Mastroianni ni tampoco vivía La Dolce Vita.   Me hubiera gustado volver a los Estados Unidos, brevemente por supuesto, el único país en donde se puede ser un mal actor y un mal presidente al mismo tiempo. Me gustaría volver y recordarles que la guerra y la sangre no se premian con medallas y falsos heroísmos.    Ahora que se que voy a morir, preferiría ignorar las indicaciones del médico, levantarme e irme de paseo por la plaza y decirle adiós a los muchachos y a los viejos amigos.  Y mientras voy de paseo, tocar a las puertas e irme a la huida, y entender que es en vano, que las puertas nunca se cerraron, que nunca se abrieron para dejar salir a nadie, porque nadie nunca llegó.  ¿Por qué no me pones una botellita de vino y unos cigarrillos en el ataúd para disfrutar más el viaje?
Nunca olvides desconfiar de los muertos, porque a veces nos hacemos los genios.  Camina y nunca te olvides que lo seguro no tiene misterio. Disfruta del verano, de tus hermanos y de quienes te reciben con un abrazo.  Se amigo de los ladrones y de las canciones en Francés. Recuerda que el amor es perfecto, pero solo hasta que te enamoras.  Que somos pequeños y que el universo también lo es.  Que el tiempo son pamplinas, que los besos duran mucho y  el sexo muy poco.  Me duele mucho dejar todo esto y me duele mucho mas dejarte. Te quiero mucho sobrino, Vive y no me olvides, porque yo nunca lo haré.
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     La última oración de su carta se había hecho completamente ilegible por las lágrimas.  Cuando subí el rostro y lo miré una vez más a través del vidrio, un grupo de médicos lo sacaba de allí. 
     Unas horas más tarde me encontré conduciendo sin rumbo bajo una lluvia torrencial, y la orquesta de gotas de lluvia que se partían sobre el parabrisas le regalaba un aspecto de agonía a toda la ciudad.  La pobre visibilidad me obligó a detenerme, y para mi fortuna, lo hice frente al mismo Café donde años antes conociera a mi primer maestro.  Cuando mis manos finalmente alcanzaron la puerta de entrada, me detuve por un instante; y en realidad no recuerdo exactamente cuanto tiempo permanecí allí.   Desde aquel lugar, juraría que me pareció ver nuevamente su cabello blanco, sus manos levantando una copa de coñac, cual fuera lo unico que lo separara de aquel muchacho que atento le escuchaba.  Ahora que recuerdo, fue allí donde comencé a contar historias,  como un día lo aprendí de él, a través del vaso.  Y como aprendiera con el tío Polo, oculto al otro lado de cualquier ventana, y como aun me enseña la vida cada vez que me miro frente al espejo.  Un instante más tarde, la lluvia caía más fuerte y decidí entrar.  Esta vez me senté en el lugar usual del viejo cuentacuentos y pedí una copa de coñac en su memoria.   Y mientras me disponía a dar el primer sorbo, sentí que alguien me observaba desde afuera.  Desde allí, a través de la copa alcancé a verle brevemente al otro lado del vidrio empañado, con su gran bigote, con los ojos llenisimos de asombro, con un cigarrillo en una mano y con la otra intentando ocultar su rostro como todo un gran maestro fisgón.

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A Klaus,
Quien seguramente le cuenta cuentos a los mismísimos santos.
Y al tío Polo,
Quien seguramente debe estar escuchándole detrás de alguna ventana del mas allá…