17.2.12

EL VALS de los MUERTOS



SENTADO SOBRE UN IMPROVISADO BANCO de piedra a los pies del Pórtico de la Lavandera  y rodeado por  los desflorados jardines de Parc Güell, Arturo de Gracia cerraba sus diminutos ojos cada vez que entonaba las notas más altas de su canción; acompañado de un pequeño acordeón y de un invierno veraniego y forastero.  A unos pasos de distancia, escondido detrás del único árbol que aún conservaba los rastros más frágiles de su verdor,  le observaba; como venía haciendo por los pasados dos días, sentado sobre una tierra polvorienta y estéril, buscando que la muerte me encontrara.  Y fue allí donde finalmente me encontró.  Cinco años antes, a diez mil kilómetros de distancia, creí haberme armado de valor para volarme la cabeza de un tiro; pero incluso, aunque la idea de quitarme la vida la había contemplado en numerosas ocasiones, me repetía, como quien se complace con cualquier motivo absurdo para justificar su cobardía, que no sería en Antofagasta donde respiraría mi último aire.  Días después de aquel intento  –como era de esperarse– abandoné la idea del disparo y me hice de otra con la cual juré cumplir mi deseo de morir sin tener que destrozarme el rostro.  Hasta para matarme me sobra la vanidad, pensé. Y no transcurrió mucho para que en una pequeña valija de piel desteñida (que fue lo único que conservé de Emilio) empacara a toda prisa lo que preví necesario para pasar mis últimos días de vida en la ciudad que había escogido para morir. 

     Pero no me volé la cabeza de un tiro;  al menos no por los primeros cinco años.  El revólver lo había dejado en alguna costa del norte de Chile, y para mi desdicha, en poco tiempo realicé, que para un inmigrante en Catalunya es más fácil obtener una pistola que fármacos.  Pero lo intenté. Y luego de varios intentos inútiles con los cuales solamente perseguí mantener viva la idea, me encontraba casi al límite de la resignación. Y el letargo y el whiskey me llevaron hasa allí, hasta los jardines de Gaudí; donde descubrí, dos noches atrás, que los muertos se pasean con un inusual aire de libertad; y cuando no sospechaban que les observaba, salían de sus escondites a corretear por la noche con sus ojos de luciérnagas, cantando a coro hasta al filo de la madrugada.

     Al cabo de dos días de un insomnio inducido por las píldoras y el whiskey uno de ellos finalmente se aventuró y bajó de su árbol.  Se acercó lentamente con su manita extendida; con pasos aprensivos y fríos mientras los demás miembros de la manada me hacían muecas y gestos de desaprobación por entre las ramas, con sus rostros grises e infantiles.  Se detuvo frente a mí por un instante, tan cerca que pude sentir su respiración; y ya no pude mirarle al rostro.  Finalmente accedí.  Levanté la mirada y extendí mi mano para encontrar la suya en la oscuridad; pero fue inútil, la noche se lo había tragado.  En el mismo instante en que desvaneció, un repentino silencio.  Ya no cantaban a coro los chiquitines cuando la luna huyó por el horizonte, y nos invadió, a mi pistola y a mí, una inmensa penumbra. Hace unas horas creí haber perdido la razón.  Los efectos narcóticos del insomnio y el whiskey me habían llevado a los confines de la alucinación, o al menos eso me repetí para forzarme a no creer lo que había sucedido. 

     Cuando finalmente me armé de valor y saqué la pistola de la mochila, me la puse en la cabeza.  El cielo se había tornado negro e imperceptible, y el silencio absoluto.  Y aunque el niño que se había acercado había desaparecido sin dejar rastro, aun sentía su presencia y la vibración de sus pasos sobre la tierra.  No alcanzaba siquiera ver mi mano, o la pistola, a unos centímetros de mi rostro, cuando me encomendé a Dios y halé el gatillo… Como un relámpago el disparo iluminó todo a mí alrededor, y su trueno fue ensordecedor. Y si vivo para contarlo es porque la bala fue a parar al tronco de un árbol de olivo, a unos metros de mí, cuando la figura de un niño saltó de la nada y golpeó con ambas manos la pistola, y desvaneció.  

     Hoy se cumplen cinco años de mi llegada a Barcelona y, en dos días conoceré a Arturo de Gracia,  pero eso aun no lo sé.  Hoy además celebro mis treinta y cuatro años. Salí de Antofagasta en la mañana del 21 de noviembre de 2006, una semana después del accidente.  La verdad es que no se a quien intento engañar al decir que “salí”.  Aquella mañana me marché cuando todos aun dormían y el ataúd seguía cerrado en el recibidor.  Maldita tradición de campesinos, recuerdo pensar al caminar lentamente frente a él.  Me fui sin mediar palabras ni despedidas, sin la cortesía de una nota sobre la mesa, una hora antes de que el primer rayo de Sol encontrara los tejados.  En aquella sala tímidamente iluminada por las velas dejé el cuerpo de Emilio, mi hijo.

     Hoy celebro mis treinta y cuatro años; bueno, exageraría al decir que celebro, ya que desde la pérdida de Emilio había perdido también las ganas de vivir; y me importan menos aun que mi propia vida cualquier celebración o reconocimiento que me recordara que aun respiraba. Tales pamplinas, me decía, sirven solamente a los tributos y las formalidades que otros apetecen, pero que yo, desde hace mucho renegaba y aborrecía.

     La verdad es que si no hubiera sido porque el reducido grupo de amigos que aun me soportaba, los cuales había congregado con gran esfuerzo desde mi llegada a Barcelona, me sorprendió en el bar con vítores y fanfarria, hubiese olvidado el mismísimo día de mi nacimiento.  Como de costumbre, todos los miércoles al cierre de la edición, caminaba por un largo rato y luego terminaba en El Congreso, un discreto bar de quinta el cual, para mi suerte, a aquellas horas solo se le acercaban uno o dos transeúntes, quienes al asomarse adentro daban la vuelta y se marchaban por donde habían venido sin mediar palabra.  Aquella noche, fue el viejo cantinero de siempre quien me alertó de la sorpresa. Vendrían mis compañeros del periódico cerca de las diez a sorprenderme.  Me lo hizo saber con forzada discreción mientras me servía el whiskey, en voz baja y entrecortada, y con la misma complicidad vulgar que lo hacen las viejas chismosas en sus rituales de domingo. Y tuvo la indulgencia de solicitarme  –como favor personal–  que no me fuera; lo que admito que en un principio me pareció un descaro.  Me dijo: <<Hoy es mi último día en esta pocilga.  Le he dedicado casi cincuenta años a este lugar y le he servido a usted cada miércoles por casi cinco.  Cada año es lo mismo y, realmente no entiendo de quien huye. Por favor, reciba a sus amigos y hágale un favor a este viejo. >>  Pausó por un instante y fijó la mirada hacia la entrada del local.  Continuó: <<Perdone usted la intrusión, pero, pare ya de huir; hace mucho que lo andamos buscando...>>  Seguidamente me llenó el vaso hasta el tope, colocó su mano amplia sobre mi hombro y añadió en un tono casi paternal antes de marcharse: << Este va por mí.  Feliz cumpleaños, Diego, nos estaremos viendo.>>
     
     Con un paso ligero que se asemejó más a un trote infantil que al de un anciano que había pasado los últimos cincuenta años de pie sirviendo mesas, se dirigió hasta la doble puerta detrás del bar y desde allí se volteó; y había ternura en sus ojos claros y cansados, y se despidió en silencio mutando un guiño de ojos con una picara sonrisa.  Al bajar la mirada noté que además del whiskey doble sobre la mesa, había un envoltorio que leía: ¡Buen Viaje!  Permanecí sentado e inmóvil por un breve instante, con la mirada perdida en el envoltorio y con sus palabras repitiéndose en mi cabeza.  Mire mi reloj y de un sorbo me tomé el whiskey doble mientras hacia un esfuerzo por levantarme. Y mientras me disponía alcanzar el paquete que había dejado sobre la mesa, una voz familiar me alertó: <<  Justo a tiempo...  Siéntese de una vez!  Un minuto más tarde y me la juegas como en los últimos años. >> 

      Por alguna razón que nunca intenté explicarme, siempre se me hizo fácil fingir júbilo, esconder mis más filosas intenciones y mantener amarrados todos mis demonios –que serían muchos– detrás de una sonrisa; aun en los momentos de mayor tribulación. Y cuando forcé una, en un desesperado intento por lucir sorprendido, a Nicola Garfeas, mi editora y mi mejor amiga le resultó simple –como usualmente le era– leerme de adentro hacia afuera.  << Eres un pésimo actor>>, me dijo mientras me abrazaba efusivamente y me halaba los cabellos como sabía que tanto odiaba.  << Eres tan predecible como el viejo entrometido que te acaba de alertar que vendríamos>>,  añadió.  Intenté ocultar el envoltorio pero los ojos de Nicola conocían muy bien la discreción.  Hablaba de manera apresurada de no sé qué cosa cuando se nos unió Alan, la última adquisición de la La Vanguardia, el nuevo protegido de Nicola y mi nuevo amigo gracias a las imposiciones de la costumbre.  Aunque lo que habíamos tenido, Nicola y yo, lo había destruido yo mismo meses antes, no digería la idea de verla con otro hombre.  Cuando regresé del lavabo hablaba sin parar. Y me confortaba con la idea de que aun me quería, que por tanto le era imposible calmar sus nervios.  <<  Pobre Alan >>  Hacia esfuerzos por inyectar alguna palabra entre las nuestras con su cara redonda de perro faldero.  Sintiéndose arrinconado abrió su boca: << ¿Hacia dónde viajas, Diego?  ¿Cuándo te nos vas? >>      
   
   Sentí nauseas, un inexplicable desprecio.  No por la calculada maniobra de sacar el envoltorio de mi mochila mientras me encontraba en el lavabo, sino, por la vulgaridad de fingir que le importaba; y más aun, por las pretensiosas condolencias en plural: ¿Cuándo te nos vas?    << ¡Hijo de puta!>>                                                          Recordándome que era él quien estaba con ella. Pero me tragué las palabras y fingí otra sonrisa.  Seguidamente tomé de sus manos el envoltorio, el cual aun examinaba sin ninguna discreción.  Nicola se había callado, y me miraba con gran reserva mientras colocaba nuevamente el sobre en mi mochila  agradeciéndole por la sorpresa de cumpleaños.  Rompió el silencio:

<< ¿Te marchas tan pronto?>>                                                       

<< Es que nuestro querido Alan, al parecer, nos arruinó la sorpresa>>

<< ¿Qué sorpresa, Diego?>>                                                         << ¿Entonces, te vas de viaje?>>                                                       

<< Siempre me has repetido que me tome un tiempo libre, un descanso.  Bueno, luego de cinco años, al fin, decidí tomármelo.>>                                                       

     Era claro que mentía. Y ella lo sabía de antemano; lo pude ver en sus ojos.  Quizás por eso ella, con gran ímpetu, me había mantenido ocupado en el periódico con asignaciones ridículas e imposibles, vigilándome de muy cerca, incluso luego de habernos separado.  << En cinco años nunca me tomé un solo día de descanso>>                                                      , añadí.  Pero Nicola sabía mejor que nadie que mis demonios no me habían abandonado, que me había hecho de una pistola. Sabía ella mejor que nadie que si me iba, no regresaría.  Pero esta vez no dijo nada. Y luego de un prolongado silencio las manos de Alan alcanzaron sus hombros en el mismo instante que sus labios advirtieron querer decir algo.  Pero no dijo nada.  La tomó por los hombros con gentil fuerza y la levantó de la silla, aun con la mirada perdida. Me levanté con gran urgencia, pero solo alcancé murmurar: << Gracias                                                     .>>                                                      

     Emilio murió un catorce de noviembre.  El reporte oficial asegura que fue un accidente; que mi hijo había cruzado frente al convoy inadvertidamente.  Leía además  que ni el chofer ni los ocupantes de la camioneta militar que destrozó su cuerpecito sobre el pavimento lograron verlo a tiempo para impedir la tragedia. Fue entonces cuando el mundo se me vino encima, cuando decidí volarme la cabeza de un tiro, dos días después de su muerte.  Pero también he mentido al decir que fue la vanidad y la cobardía lo que impidió que me pegara el tiro.  He sido incluso capaz de mentirme a mí mismo, en un intento por olvidar lo que realmente sucedió la tarde del accidente.  A todos les mentí; a todos menos a Nicola.  

     Aquella tarde terminaba de escribir un artículo para la columna del Domingo, la cual había titulado: El Vals de los Muertos.  En este artículo, en el cual había trabajado por cerca de un año y, el cual serviría como mi primera asignación investigativa para El Diario Austral, intentaba poner al descubierto uno de los secretos mejores guardados acerca de la construcción de Parc Güell.  En casi un siglo, sería la primera vez que alguien publicaría sobre la misteriosa desaparición de veintiún niños; los cuales habrían desaparecido en diferentes orfanatos en Catalunya, entre los años 1906 y 1908.  Sería la primera vez que alguien se aventurara a contar la verdadera historia de “Los hijos de la Lavandera”; como le llamaban a éstos en la leyenda:  Entre noviembre de 1906 y enero de 1908, veintiún huérfanos desaparecieron de varios orfanatos sin explicación y sin rastro.  Nunca se supo nada al respecto. Y fueron tantas las presiones del gobierno a las autoridades de la época, que en poco tiempo, la persecución y el desinterés crecieron, y abandonaron la investigación. El caso fue finalmente cerrado en 1914, con el inicio de la primera guerra mundial y poco antes de la inauguración del parque.  La leyenda de “Los hijos de la Lavandera” creo gran conmoción e hizo gran ruido para el 1976, cuando los restos de 21 niños, prácticamente intactos, fueron hallados sepultados en una fosa común durante renovaciones al parque.  Aunque las autoridades españolas insistieron en su desconocimiento acerca de cómo éstos habían llegado hasta allí, se esparció como polvo en el aire la noticia luego de que descubrieran que éstos vestían el mismo uniforme que vistieran los trabajadores del parque a principios de siglo.  Pero desde entonces –como siempre– lo habían olvidado.  Revisaba el manuscrito en mi habitación y mi mente estaba lejos de allí.  Si hago un esfuerzo, recuerdo vagamente cuando Emilio me preguntó si podía salir a ver el convoy y asentí, manteniendo los ojos enterrados en el borrador, sin mirarle.  Y un grito reventó en mi espalda, y corrí hacia donde se encontraba el convoy detenido. Los militares saltaban de los camiones.  Y su cuerpecito inmóvil irradiaba paz, aun en aquel mar de sangre… Aquel día sentí como lentamente se me escapaba la vida cuando el paramédico bajo la cabeza y le cerró sus ojitos.

     Por eso intenté matarme después del accidente, porque no soportaba más el gran peso de su ausencia mesclado al sentimiento de culpa. Quería volver estar a su lado, necesitaba su perdón.  Pero mentí cuando dije que fue la vanidad y la cobardía lo que impidieron que me pegara el tiro.  Dos días después del accidente apreté el gatillo. Y la figura borrosa de un niño surgió de las olas, y con su mano golpeó el revólver cuando éste explotó detrás de mi cabeza y la bala se enterró en la arena.  Lo vi correr.  Huyó a toda prisa luego de haberse parado frente a mí, con su manita sobre mi cabeza.  Pero no encontré las fuerzas para mirarle el rostro. 

Han pasado cinco años…

     Cuando Alan y Nicola se marcharon volví a revisar dentro de la mochila. Y debajo del envoltorio que había recibido minutos antes del viejo cantinero, mis manos sintieron el metal frio de la pistola. Todo estaba en orden.  Esta vez no lo prolongaría un minuto más.  Basta decir que el hijo del viejo cantinero fue el Notario que me asistió con mi terminal solicitud.  Dentro del envoltorio que leía: ¡Buen Viaje!; guardaba algunas cartas y mi testamento.  Aquella noche camine.  Y el letargo, la culpa y el whiskey me llevaron hasta los jardines de Gaudí. Saltaba uno de los muros que rodea el parque cuando escuché la música de un acordeón y las voces huecas de coro de voces infantiles. 
…el sonido de la música será suficiente para ocultar el estruendo del disparo, pensé. 

     Una vez adentro, me adentré colina arriba, hasta un breve receso de tierra que es corazón de Parc Güell. Desde allí, dedique un instante para admirar la ciudad iluminada al sur y el oscuro mar que la acariciaba. Cerca de allí, por las aperturas de una estructura de piedra se colaba la luz de luna.  El Pórtico de la Lavandera, recordé; y me cruzaron por la cabeza un centenar de imágenes.  Mientras más me acercaba, más huecas se hacían las voces; como si desvanecieran.  Y las ramas de los pocos árboles de olivo se movían con violencia en preámbulo a la repentina calma.  Unas horas más tarde, mientras empuñaba la pistola al ritmo de una última plegaria, comenzó la música.  Desistí cuando de sus improvisados escondites salieron los niños, cantando a coro hasta que el primer rayo de luz del día los sorprendiera al tocar las coronas de los olivos.  Sobre aquella tierra permanecí por dos días, contemplándolos; hasta la noche en que finalmente no salieron a cantar y me volví a armar de valor.  Cerré mis ojos con fuerza y apreté el gatillo…

   Cuando desperté, Nicola sostenía mi mano, la cual no pude mover para corresponderle por las ataduras.  Un grupo de turistas me había encontrado tirado sobre la tierra a poca distancia del Pórtico de la Lavandera, donde perdí el conocimiento luego del disparo.  Intenté contarle lo que había sucedido pero me interrumpió con gesto tierno.  Aquella fue la última vez que vi a Nicola.  Cuando finalmente salí de la clínica, luego de docenas de procesos, trámites legales y con el compromiso consular de que regresaría a suelo Chileno, decidí visitar los jardines por última vez, pero ya las voces se habían apagado, y con ellas, mi deseo de morir.  Caminaba por entre los olivos cuando me pareció volver a escucharle. Moví las ramas, intentando no ser visto, y fue allí cuando lo volví a verlo, como la primera vez, sentado sobre un improvisado banco de piedra; tocando su acordeón, con los ojitos cerrados, con su cara sucia y los cabellos crujientes. Corrí hacia él pero fue en vano, un remolino de tierra polvorienta y rojiza lo cubrió completamente, se lo había tragado. Y los últimos hilos de viento parecieron regalarme una vez más el sonido hialino de su acordeón, el cual admito me salvó la vida en más de una ocasión.

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Arturo de Gracia falleció en el mes de octubre de 1908 a los siete años.  De los restos de los 21 niños que fueron hallados en Parc Güell vistiendo uniformes de trabajadores, el suyo ha sido el único que ha podido ser identificado.  A poca distancia del Pórtico de la Lavandera, muchos son quienes aseguran escuchar la música de un acordeón.  Hoy, discretamente entre los arboles de olivo, descansa Arturo. Y para quien quiera visitarle; sobre su cuerpo encontraran una piedra con una inscripción gastada que lee: 




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