25.9.11

Ciento Noventa



It is in your moments of desition that 
our destiny is shaped...   A. Robbins


     Los primeros tres días en Asunción transcurrieron rápidamente.  La encargada del piso había dejado las llaves en el buzón como acordamos telefónicamente y me envió por correo, en un sobre sellado en Sao Paulo,  <<aunque sin información del remitente>>  la combinación;  escrita a lápiz en un pedazo de papel que habría recortado con sus manos.   La economía en Paraguay durante la segunda mitad de los años setenta había decaído drásticamente y, cuando el taxi se detuvo frente a la residencia, fue previsible aquel paisaje adornado en gran parte por pequeños letreros que adornaban las fachadas de los establecimientos abandonados que leían: Cerrado.   En realidad, parecía como si todo el continente Suramericano se hacía pedazos frente a nuestros ojos y sus efectos se esparcían por todos lados a velocidades impensables.  En tan solo una década, aquel virus había contagiado a Brasil, allá para el  año 64’;  poco después, y con más fuerza, llegó a Chile en el 73’ y no faltó mucho para que éste llegara hasta mi propia puerta. 
     Don Erías Guillen era el propietario de una de  las firmas de bienes raíces más importante de toda la Argentina,  y contaba con decenas de oficinas por todo el continente.  Gracias a su poder y gran nombre, éste se las arregló para salir del país antes de ser apresado; los demás no corrimos la misma suerte.  No fue hasta el primer día de noviembre del 1976, ocho meses después del golpe militar, que mi jefe, don Erías Guillen, pudiera contactarme por medio de unos socios que aun mantenía en Buenos Aires.   Tocaron a mi puerta dos veces.  Por la ventana del recibidor pude ver dos hombres con los cabellos amarillos y en actitud relajada.  Me mantuve allí en silencio y a oscuras y poco después, uno de ellos se volteó, como buscando la atención de un tercero; e hizo un gesto con su mano mientras su compañero cuidadosamente metió la mano dentro de su chaqueta y tomó un sobre.  Y por un momento giró su cabeza precisamente hasta donde yo estaba escondido, clavandome los ojos y sonrió. 
–El señor Guillen le envió un mensaje  –dijo en voz alta mientras se inclinó y colocó el sobre por debajo de la puerta–.   Es muy importante que actúe rápido.
     El envoltorio que me había enviado el señor Guillen contenía detalladamente las indicaciones para poder salir del país aquella misma noche.  Una hora después que los mensajeros habían dejado el sobre bajo mi puerta, marqué el número telefónico que en uno de los documentos estaba escrito de manera casi ilegible para confirmar mi salida. Debía empacar liviano y no traer conmigo nada que no fuera de primera necesidad, ya que según se desprendía del plan, haríamos dos paradas: la primera en Rosario y la segunda en Córdoba, donde permanecería al cuidado de uno de los socios alemanes de don Guillen por tres semanas hasta recibir la segunda parte de las indicaciones.   Tres minutos pasadas las 22:00 horas, una luz atravesó de lado a lado el comedor de mi casa y luego todo volvió a la oscuridad.  Levanté la valija del suelo y esperé la señal con la espalda pegada a la puerta.  <<Dos cambios de luces>>,  recordé.
     Abrí la puerta calmadamente y, al cerrarla, aun en aquella oscuridad, alcancé a ver dos figuras corpulentas y masculinas con cabellos amarillos adentro de un Peugeot 504 color gris.  Abrí la puerta trasera con urgencia y antes que pudiera cerrarla, el alemán que conducía me dijo con un marcado acento:
-Inclínese!  Por favor no se mueva hasta que salgamos del centro.
     Una mano pesada sobre el brazo acompañada de algún murmuro me levantó a nuestra llegada en Rosario.  Las últimas horas de oscuridad  de la mañana siguiente la pasamos en un vacio y espacioso almacén, donde me fue imposible dormir.  Y con los primeros rayos de luz del día, emprendimos el viaje hacia Córdoba, haciendo una rápida parada unas horas más tarde para echarnos unas empanadas frías al estómago.   La segunda mitad del viaje resultó ser más larga, ya que mis guardianes calculadamente se habían metido en la cabeza no llegar antes de la puesta del Sol.  Una vez en Córdoba,  uno de ellos permanecería conmigo por veintiún días.  En el transcurso de este término, sería contactado por otro "protegido" del señor Guillen, quien me daría las instrucciones correspondientes para la segunda parte de la huida que me llevaría hasta la frontera con Paraguay.   
     Dos días después, en el decrepito taller que nos sirviera de refugio, recibí la llamada de una señora la cual se identificó sobriamente como “Renata”.   Me aseguró que recibiría en las próximas semanas un paquete desde Sao Paulo, el cual contenía toda la información y detalles para mi salida de tierras Argentinas.  Los días pasaron lentos, y el infernal calor del verano ya se hacía notar, aun mas fuerte dentro de aquella pequeña estructura.  Comíamos con suerte una pequeña ración dos veces al día y nos duchábamos cada tres.   Veinte días después de nuestra llegada a Córdoba, un caballero de baja estatura, de presencia áspera y piel oscura le entregó el paquete al alemán (quien durante nuestra estancia de casi tres semanas solo intercambio escasas palabras conmigo) y posteriormente se presentó: 
–Supongo que tu eres el asistente del señor Guillen  –dijo mientras me miraba fijamente con cierto tono de arrogancia–.  Bueno, prepare sus cosas, salimos mañana al amanecer.
–Un placer conocerle –le dije intentando algo de cordialidad–.  Disculpe, ¿cuál es su nombre?
¿Acaso yo le pregunté el suyo?  –Añadió en tono desafiante–.  Usted no necesita saber mi nombre ni yo el suyo; mi trabajo es llevarlo es llevarlo hasta Asunción y nada más. ¿Me ha entendido?
–Sí, le he entendido –contesté forzando cierto tono de seguridad mientras intentaba retomar algo de control–.   ¿Y el paquete de la señora Renata, me lo piensa entregar?
Müller!  –le gritó al alemán; advirtiendo rápidamente que había cometido el error de llamarlo por su nombre–.  Entrégale el paquete al asistente del señor Guillen.              
–Gracias.  –le dije aun con los labios cerrados mientras abría el envoltorio.
     Dentro de este, encontré, además de varios documentos, una pequeña nota con los números 1-9-0.


–No me agradezca por nada, solo hago mi trabajo.  Y prepárese por favor  –añadió esta vez con un tono más calmado–.  Es mejor que esté listo.  Es un viaje de tres días y mañana temprano salimos para Asunción.

     Intenté infructuosamente arreglar el único traje que había traído conmigo para mi reunión con don Guillen.  El apartamento, según me habría asegurado “Renata” era pequeño pero acogedor.  Estaba completamente amueblado y el refrigerador estaba abastecido para pasar las primeras semanas sin ninguna necesidad.  Hubiese sido absurdo salir a comprar cualquier cosa en aquel lugar donde nada parecía estar funcionando.  Por tal motivo, y por cumplir con las instrucciones específicas de mi último guardián: de mantenerme lo más oculto posible, decidí pasar los primeros días allí.  El lunes, a las nueve de la mañana, me vería con el señor Guillen en el Hotel Chaco, el cual terminara de construir un año antes y el cual jamás imaginó que le serviría simultáneamente de hogar y escondite desde su escapada de Buenos Aires. 
 –Felicidades Antonio!  ¿Si mis cálculos no se han visto afectados por el ajoro de los pasados ocho meses, son 34, no?  –me dijo mientras extendió sus brazos y caminaba hacia mi–.  Que gusto me da verte.  Lo hemos logrado!
     Había olvidado completamente que era mi cumpleaños.  <<una de las muchas cosas con las que el general Videla se quedó: mi memoria>>;  quise recordarme.  Rápidamente, el señor Guillen me tomó por el hombro y me escoltó hasta el interior de su hotel.  Allí, una hermosa joven nos recibió con sincera amabilidad.
–Todo está listo señor Guillen, los esperan en el restaurante.
–Exquisitamente decorado, ¿No crees Antonio?  –me preguntó mientras nos acercábamos al restaurant–.   Don Pedro, le puse el nombre de mi padre al restaurant.  El odiaba tener que comer fuera...
–Me parece pertinente.  –le contesté intentando sarcasmo.
–Sentémonos, tenemos muchas cosas de que hablar.  Además, hoy es tu primer día de trabajo.
–El mejor regalo de cumpleaños que jamás me hayan dado, señor Guillen.
     En nuestra mesa, nos esperaba una dama de mediana edad y rasgos europeos pronunciados, quien además siquiera subió la mirada al sentarnos.   El señor Guillen pretendió ignorar su presencia durante la primera parte de nuestra platica.  Un instante más tarde, su tono de voz cambio totalmente a uno de autentica complicidad.  Se inclinó hacia donde yo estaba y en voz baja añadió:
–Antonio, llevamos mucho tiempo ya trabajando juntos.  No puedo decir que llevas muchos años trabajando para mí, ya que si no fuera por ti, yo no estaría aquí, no tendría lo que hoy tengo.  Me has ayudado mucho, Antonio, y por tal razón, y porque te quiero como a un hijo, envié por ti; porque te necesito.  –luego de una pausa continuo–.   Ya nada será como era: mi vida, mi casa y mi trabajo están aquí y necesito tu ayuda para que todo lo que hemos logrado juntos no desaparezca.
–No creo entenderle claramente, señor Guillen.
¿Tú crees en Dios, Antonio?
–Señor Guillen, no creo que Dios tenga nada que ver…
     La dama que estaba sentada junto a nosotros subió la mirada rápidamente y añadió:
–Creo que hemos cometido un error, señor Guillen. No creo que sea apropiado un joven el cual no cree en Dios para este encargo.  –afirmó esta con la voz quebrantada.
–Tranquila, Renata.  No es como piensas, te pido que confíes en mí.
<< ¿Renata?>>
     Intenté ignorar la voz en mi cabeza y decidí continuar escuchando al señor Guillen, quien con gran pena me ofrecía numerosas disculpas por solicitarme tan delicada tarea en mi cumpleaños. Escondí mi consternación y me tragué cada una de las preguntas que pensé cuando mi jefe me pidió, con el rostro abatido un gran favor: Llevar a Renata hasta la región de Itapua, a casi trescientos kilómetros al sur de la capital Paraguaya.  Me entregó un mapa marcado con la ruta a seguir y las llaves del automóvil que utilizaría para el viaje, el cual estaba aparcado frente al hotel. Renata, quien luego de ofrecer su descontento, regresó al silencio y a esconder su rostro;  levanto del suelo una pequeña valija y la colocó sobre la mesa.  El señor Guillen añadió:
–El contenido de esta valija es invaluable y debe llegar a Itapua exactamente en veinticuatro horas, sin importar lo que pase.  Renata te acompañará durante el viaje solamente para asegurarse que todo marche como debe.
¿Acaso no confía en mí, señor Guillen?
–Plenamente, Antonio. Porque confío en ti es precisamente que Renata debe acompañarte.  Como mencioné: es muy importante que la valija llegue a su destino en la mañana a esta misma hora, no más tarde, sin importar lo que pase.
–No serán más de doscientos ochenta kilómetros, señor Guillen. –recalqué.
–Lo sé. –me interrumpió con un tono casi paternal–. El camino es difícil, Antonio.  Además, se acerca la lluvia y Renata conoce bien el camino. La ruta es algo delicada cuando llueve y ella te serviría como segundo par de ojos, de copiloto.  Ha realizado la misma travesía por muchos años. –concluyó y seguidamente sus ojos se cruzaron por un momento con los de la callada señora.
     Desayunamos, el señor Guillen y yo, mientras conversamos sobre los planes futuros de la firma y acerca de las grandes ideas que quería compartir conmigo con mayor detalle a mi regreso.  Renata permaneció inmóvil y en silencio.  El mesonero nos atendió con menudas atenciones, aunque pareció ignorar a u nuestra acompañante en todo momento.  Un instante más tarde, desde allí, pudimos escuchar las gotas de lluvia, cayendo cada vez con más furia;  y cuyo sonido al caer sobre la calle traspasaba las paredes del hotel.
–Debemos irnos.  –interrumpió Renata mientras se levantaba de la silla–.  Ve a buscar el auto; te espero a la entrada del hotel.
Me despedí del señor Guillen con un apretón de manos, el cual él convirtió en un fuerte abrazo y me dije: <<Que gran par de cojones tiene la vieja ésta>>,  mientras cruzaba la entrada principal.  La lluvia era descomunal, el agua venía en todas direcciones.  Lamenté haber dedicado tantos esfuerzos por hacer lucir bien mi traje para nada.  Y aun más, lo lamenté cuando advertí que Renata, luego de haber caminado unos veinte metros hasta donde yo la esperaba,  misteriosamente su vestido no se había mojado siquiera una gota durante el trayecto.


–Antes de irnos debemos rezar…  –me dijo inmediatamente que se sentó a mi lado.
–Con todo respeto, Renata, si gusta hacer sus plegarias, me parece bien.  Pero por favor, hágalas en silencio y no me distraiga.  –le dije en un tono que le recordara mi descontento–.  Tengo trabajo que hacer.
Unos kilómetros adelante nos alejábamos de Asunción y nos adentrábamos poco a poco en un área menos rural, empobrecida. La lluvia continuaba cayendo violentamente y reduje la velocidad para tomar el mapa y estudiar nuevamente la ruta. 
–Usted no cree ni es sí mismo, Antonio, por lo que puedo ver.
La ignore y continué revisando el mapa mientras una que otra palabra se me escapaba.  <<¿Cómo se encienden los malditos parabrisas?>>, pensé: intentando no lucir tonto ante mi compañera de viaje. Seguidamente, Renata extendió su brazo izquierdo con total calma y los parabrisas se encendieron.  La miré, sin pretender esconder mi desaprobación.  Resumí la marcha con cuidado, la carretera estaba en muy mal estado y debía mantener mi atención en las rotulaciones del camino para no perder noción. <<No querría lucir como un inepto>>,  me repetía constantemente en silencio.   
–Admiro su coraje y su gran sacrificio, pero de nada vale cuando no se cree; ¿Qué piensa usted?. 
¿Renata es su nombre, no?  –le contesté con ligera insolencia–. No me parece prudente hablar de Dios o de los milagros en este momento.  Suramérica se asemeja  cada vez más al mismo infierno y usted me hace cuentos de lo contrario.
¿Infierno?  ¿Que sabes del infierno si no sabes nada del cielo?
–Renata por favor, ya basta de pamplinas.
–En eso podría ayudarte, si gustas.  –me aseguró con una sonrisa–.  Digo, si te interesa saber como es el cielo.  Le interrumpí:

–En realidad, no.  No me interesa saber ni escuchar nada del cielo, ni de Dios; ni nada relacionado con esas tonterías.
     A dos horas de viaje, el difícil camino se iba haciendo más pantanoso, y la visibilidad, con cada metro transcurrido, se hacía más pobre.  El camino poco a poco dejaba de ser uno de asfalto agrietado para convertirse en uno de lodo, blando y profundo.

¿Está usted seguro que no necesita mi ayuda?
–Muy seguro, me temo.  No necesito su ayuda porque no me interesa saber nada que usted tenga que agregar.  Como le dije: tengo trabajo por hacer.
–Ya le escuché claramente cuando me dijo que no le interesaba nada acerca del cielo o el infierno.
–Entonces… –le dije mientras realizaba maniobras que evitaran que el automóvil se atascara en aquel lodo, y hacía un discreto esfuerzo por leer un pequeño letrero unos metros adelante–. ¿Entonces, a que se refiere?
–Olvídelo, no vale la pena creo.
–Muy bien.  Ahora podré concentrarme.
–Ahora que insiste: El letrero que intenta leer dice que estamos a diez kilómetros de Tijens de Rit, donde nos detendremos por un instante. Además, si no quiere que nos atasquemos en el lodo, mueva la palanca a la segunda.
–Lo que me faltaba!  Usted que sabe todo lo de arriba y lo de abajo, que es además experta en cartografía, ahora resulta que también es mejor conductora que yo.  No sea ingenua, Renata.  Y, si es como dice, que estamos a diez kilómetros de Tijens de Rit: ¿Quién le dijo a usted que nos detendríamos?
–No lo digo, Antonio, lo sé.  –recalcó mientras sostenía fuertemente la valija contra su cuerpo.
–Ya veremos!
     Unos segundos más tarde, perdí el control, y el Peugeot se atascó en aquel lodo, a unos pasos del letrero que un permanecía ilegible. Presioné fuertemente mi pie contra el acelerados pero advertí rápidamente que mi ego me había llevado al mal juicio. Estábamos atascados. Y para hacer de aquel momento peor, seguidamente el auto se apagó, murió.
¿Ya vé?  Le dije que nos detendríamos. Ya es tiempo que comience a creer.
– Ahora le creo!  Renata, mi Dios!  –le grité a viva voz–.  Ahora, sea una santa y bájese.  Necesito que venga al volante mientras empujo y lo sacamos de esta mierda.
–Eso no será necesario.
–Bájese y sirva para algo.  Ya escuchó al señor Guillen: esa valija debe llegar en la mañana a Tijens de Rit.
–Eso me consta.  Y no se preocupe usted, la valija llegara a su destino pase lo que pase. No se preocupe, no estamos muy lejos.
     Renata se bajó del auto y caminó con gran destreza por aquel profundo lodo, en el cual yo me encontraba sumergido hasta la mitad de las piernas; y se dirigió al otro lado para tomar el volante.  Cuando me disponía a encontrar el soporte para empujar el Peugeot, Renata se detuvo frente a la puerta abierta del lado del conductor.
–Mira el cielo, Antonio.  ¿Sabías que a través de los huecos en las nubes se puede ver a Dios?  -continuó-  Vamos Antonio! mira hacia arriba y pídele el favor; anda Antonio, solo esta vez. 
Con la única intención de hacerle callar de una vez, con gran ira cerré mis ojos y subí mis brazos al aire y grité a viva voz:
¡Sácanos de aquí…!
     El automóvil se encendió.  Se encendió y avanzó sin mayores esfuerzos unos metros; fuera del lodo y alcanzando detenerse en una superficie más firme.  No podía contener mi asombro.  << ¿Acaso un milagro?>>,  creí dudar por un momento
<< Que gran suerte>>,  me confirmé seguidamente.   Me liberé de la trampa que era aquel lodo y me dirigí hacia el Peugeot con la voluntad de poder encontrar las palabras para agradecerle a Renata, pero cuando alcancé la puerta llamando su nombre, Renata no estaba allí.  Miré en todas direcciones.  Desde aquella fangosa carretera de Tijens de Rit, si miraba en cualquier dirección, alcanzaría a ver sin problemas varios kilómetros de tierra desolada y desnuda.  Era una llanura inmensa la que me rodeaba por todas partes.
  ¡Renata! –Grité, pero mi voz se perdió rápidamente en la amplitud.
     La lluvia había cesado, y el cielo se aclaraba rápidamente cuando caminé hasta el pequeño letrero. Un creciente agujero en las nubes colaba el único rayo de Sol y lo iluminaba, y alcancé a leer: ITAPUA - distancia - 190 Km.  Regresé al auto, no sin antes dedicar unos minutos más a encontrar a Renata.  Pero fue inútil.  No habían casas ni arboles, no había ningún lugar en donde ella pudiera estar.  Por algún motivo que desconocia, mientras me acercaba al automóvil, no sentí apuro ni preocupación aunque no entendía lo que había sucediendo, o no lo quise entender.  Me senté al volante y, de un toque se encendió.  El letrero cada vez se hacía menos brillante y los rayos del Sol se acercaban con inusual prisa hacia mí. Cerré la puerta y me dispuse a continuar la marcha.  Y no pude contener la curiosidad por conocer el contenido de la valija, la cual Renata había dejado sobre el asiento.  Con ambas manos la abrí para descubrir que estaba vacía.  Y en aquel momento de añadida confusión, no pasó mucho hasta que se hizo la luz. 
     Un rayo de Sol iluminó el interior de la valija, revelando su único contenido: un pequeño pedazo de papel con una anotación escrita a lápiz: ( 1-9-0 ).  Era la combinación del buzón que una semana antes había recibido de Renata, a unas horas de salir de Córdoba.  Continué buscando dentro de la valija, quizás con la idea de encontrarle alguna explicación a todo aquello, pero no encontré nada más.  Miré mi reloj y entendí que debía continuar la marcha: <<La valija debe llegar a Itapua, pase lo que pase>>, me pareció escuchar nuevamente la voz del señor Guillen.  Pero no resultó ser suya la voz que , sino la voz de un caballero que me hablaba desde el otro lado de la puerta. 
¿Necesita ayuda?
– No exactamente…  Aunque si le agradecería grandemente si me pudiera indicar el camino correcto.  Me dirijo hacia Itapua.  Sé que el letrero dice que son unos 190 Km pero…
 –Amigo; ¿Se siente usted bien? –me interrumpió mientras me obserbaba con  inusual incredulidad.
¿Por qué me pregunta?
–Antonio, mire a su alrededor…
     Un semáforo en rojo fue lo primero que vi.  Y aquel buen samaritano también desapareció; no en la inmensa emplanada, sino entre los edificios de una ciudad vacía, un instante antes que alcanzara a leer el  letrero que leía:  
ITAPUA - 1 km - Salida 90.

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16.9.11

El Raval


               Cómplices;
                  De un círculo que nos flagela,
                  De la mañana que nos aterra,
                  De las horas que caen como arena,
                  De la taza vacía que compartimos con el espacio vacío.

               Cómplices;
                   Del silencio que envenena,
                   De un tiempo irrelevante,
                   De las palabras que no entendemos,
                   Y de los pasos que rebotan huecos sobre ladrillos.

                Cómplices;
                   De las pretensiones y  los demonios ajenos,
                   De lo que tocamos y se escapa  adelante,
                   De un recuerdo, de un perfume ocasional y parlante,
                   Que se adentra en la piel como filosos colmillos.

                Prófugos;
                    De la razón y la justicia,
                    Que somete al hombre, que encausa al hombre,
                    Que amarra al hombre, y que al hombre asfixia,
                    Con un rostro sin nombre, con sus garras propicias.

                 Testigos;
                     Del perdón de los olvidados,
                     De las noches sin luna, de las canciones de cuna,
                     Del alba que nos acompaña y nos mantiene vivos.
                     Y así, cerca, cada vez más cerca; desnudos, tirados,
                     Sudados y cansados, vivimos amarrados,
                     En el reino donde ni siquiera la luz define 
                     nuestros cuerpos,
                     Ni el aire logra mantenernos separados.

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11.9.11

L'AMOUR According to St. Rocco



     Jacques Prévert, the heavy drinker and chain smoker poet Jacques Prévert is still to this date, one of the most influential figures in the literary arts.  I really never understood why all the fondness about his poetry, and to be honest, for me, his work has always been as over-praised and simplistic as any soulless song, that only stays in your head for a while for the sake of repetition, not appreciation.  Jacques Prévert, the overrated, charismatic and unembellished French poet “Jacko le perv” introduced me to Saint Rocco, and through him to Mrs. Adelaide Laurent.  Perhaps I should explain myself in detail before I begin telling the story of Mrs. Adelaide Laurent, which is also the story of Saint Rocco and Jacques Prévert.  If we look at eventualities as the consequence of a conglomerate of random actions that collide at the precise time, we will better understand that the notion of fate and predisposition has nothing to do with chance; which is the true fueling force that moves everything around us, the only authority capable of bringing us together or set us apart. In simple words, this is, and this is not, the tale of anyone; this is a story about chance, about a series of unfortunate events that happened, like I previously stated, at the precise time.  Events that made me change my lifelong conception of fate after I found myself waking up half naked and semi-unconscious at the lobby of a populated building in the heart of Paris; with a reliquary of St. Rocco hanging from my neck and a small book of poems written by “Jacko le perv”, which I later used to cover the shameful image of my exposed midsection from an curious crowd.

     But how did I end up like that?  Well, now that is something worth to talk about…


Paris, February 2008


     The smoking restrictions had come in effect a month before I landed in Paris.  One of the liberties I enjoyed the most while in Europe had always been to be able to enjoy a cigar and a good glass of wine unbothered almost anywhere, but those days were a thing of the past.  After being asked out of a library that was also a bar nearby the Bibliothèque Sainte-Geneviève, they gave me no other option but to throw away my “Cuban”; and to make it less shameful, I purchased the first book I found on my way out:  Jacques Prévert, Paroles.  In order to avoid unnecessary confrontations –in France, when you are a foreigner, they just don’t inform you, they command you– I decided to go back to my flat and enjoy the misery of boring French poetry combined with the smoking prohibitions.  A few hundred meters from my building, I found the first gem in the middle of Paris:  Le square René-Le Gall.  Also known as Jardins des Gobelins, René-Le Gall is a small park near the city center where I found refugee.  At the park, artists and musicians, and even more appropriate, book readers with suicidal faces who carried their books with one hand and a cigarette with the other.  "This is the Paris I came to see", I thought.
     After walking twice around the park, I found an empty space on a bench next to an old lady who was discretely sharing her reading with a long cigarette and a drink. From a few steps away, the image carried me.  She was at least in her eighties, refined, and wearing a long black dress.  Her face was rugged but gentle; and even when she seemed to be exhausted of suctioning her cigarette with great force, she inspired reserve and harmony.  I felt stupid when a moment later she asked for “fire” and I offered her my lighter, and she corrected me by saying that it was rude from a gentleman not to light the cigarette of a lady.  The evening was coming fast upon us, and when I got up, so did she, swallowing the last drop of a greenish liquid and said with a vivid and crisp voice:

Latin Americans usually have better taste for poetry… Tell me what makes you waste more than a minute with Prévert?
Well, I bought it a moment ago, when trying not to be…
You strike me for a young man with a great taste; –she interrupted I will considered it inappropriate and vulgar not to invite you for an afternoon of good poetry over a few memorable drinks...  –she added while getting up with admirable agility.

     I couldn’t set aside the noticeable scent of mint combined with herbs and strong alcohol on her breath; but learning that Mrs. Adelaide Laurent, who had been, decades ago, the head librarian at the Institut Protestant de Théologie and a fervent catholic, gave me a sense of tranquility. I accepted her invitation.  And, what could ever go wrong with an 82 years old lady who had dedicated her entire life to books and theology?, I wanted to reassure myself. Several minutes into our walk, she took another long cigarette from a discrete pocket in her dress and stopped short.  She looked around, as if looking with for a place to hide with urgency.

There!  she said with a noticeable sense of relief while pointing to what seemed to be a cemeteryLook at us! –she added and resumed walking  Pushed to a cemetery in order to smoke...  These laws are ridiculous, wouldn’t you say?  What a beautiful reminder of what await us all…
     The Montparnasse cemetery seemed larger than the first time I visited it years before. The Sun was low at the horizon, and its rays, reflecting on the glass windows of the buildings that surrounded the cemetery, gave it an eerie but serene aura.  
This will make a perfect place for a breather.  Let us sit down.  –she added.
     I had remained quiet for most of our walk.  Mrs. Adelaide Laurent had surprised me with her energy, her cleverness and sense of humor; and above all, with her candid nature.
Come on you now, sit down. –she insisted.

     But I was lost somewhere else...
Oh!... Is that what is taking your attention?  Is that right? 

     Mrs. Laurent was right. Something did caught my attention. Right in front of us, there was a real size statue of a man covering his face with both hands, and I couldn't   interpret if it attempted to express deep sadness or shame. A moment later, Mrs. Laurent got up and walked towards it, and while placing her cigarette, still burning at its feet, she added:

Looking at it, it sure does look like Jacques Prévert; would you agree?  Perhaps the reason for his sadness is because there are no cigarettes or young girls in hell; I suppose.  –she said and instantly broke in laughter.

     I sat down next to her, purposely putting my book in between. I lit a cigar and took a long drag, and she continued explaining to me with great enthusiasm and wit the process of Sainthood and her younger years as a rebel Christian. For an instant, I returned to the statue and got distracted once again, only to be rapidly brought back when she began telling me the story about her first and only love, Rocco, a young seminar student who she had met decades before while on a trip to Italy.  Their prohibited and unfulfilled love had turned her against the church but closer to God, she assured me.  After that, she turned her life into one of abstinence, literature and prayers.
Open your silly book in page 33. –she asked me– And don’t read the whole thing, it is monstrous! Please, just read the second paragraph.
I looked at her but her old eyes were lost, somewhere else; so I began to read:

This Love, by Jacques Prévert
This love
So real
This love
So beautiful
So happy
So joyous
And so ridiculous
Trembling with fear
Like a child in the dark
And so sure of itself
Like a tranquil man in the quiet of the night
This love
Which made others afraid
Which made them gossip
Which drained the color from their cheeks
This love
Watched for
Because we watched for them
Snared, wounded, trampled, finished, denied, forgotten
Because we snared, wounded, trampled, finished, denied, forgot it…



     I panicked.  I took me a moment to realize that it wasn't the emotions caused by the poem or the memories of her long-lost love what was causing Mrs. Laurent to touch her heart.  For a moment, I thought that she was having a heart attack when she continued pressing harder and harder her hands against her chest. And for the first time ever in my life, I did something that was completely unknown to me:  I prayed.  I closed my eyes to hide my fear and to remain calm.  The old lady was dying in front of me. She was sobbing, out of air, trembling! "What should I do?"  I dropped the book, put my hand on her shoulder and asked her:

Mrs. Laurent!  Are you alright?

     But she didn’t respond.  I closed my eyes once again and I believe that at least one sentence managed to escape from my lips: “Oh God, don’t let her die!  Oh fuck no, not now!”

     Immediately after I finished my request to God, she screamed.  She screamed and began laughing uncontrollably. For my surprise, her laughter was the one of a little girl. She laughed louder and louder, and then laughed a little more; still pressing her hands against her chest. A moment later, she made an attempt to fix her gray hair and then unbuttoned the top two buttons of her dress, showing me her "pain", which was also one of the motives of her laughter. 

Is that a reliquary? –I asked her.

Not just a reliquary, my young and silly companion. This is St. Rocco; my holy, my guide, my everything!

     I understood.  I did right away.  But before the last trace of light gave up, she told me the story about her young lover in Italy, who coincidentally happened to share the same name as her patron saint.  She also told me with great enthusiasm how she had met him, in a small café near the Scuola Grande di San Rocco, same cathedral who quietly witnessed their brief moments of passion in the summer of 1946, shortly after the war had ended. He was reading “This Love” from Jacques Prévert in its original French, sounding giddy and childish as she said and what made her fall in love with him instantly. Their story was brief but intense, just like the one she was telling me then and which she unfortunately had to cut short.

You looked as silly as him when you were reading it. Come on, a promise is a promise.  We still have time for a memorable drink before we die; don’t we?

     The short walk to her flat was very pleasant.  Mrs. Laurent ended up being a box filled with unusual surprises.  I mentioned that I would only stay briefly and she agreed. The building was magnificent; located in the very heart of Paris. Before we went inside, I remembered that I had forgotten my book at the cemetery, but she assured me that there was no reason for my concern by saying that there was no such thing as “two coincidences”, and that the book ended up at its right place.

     Her flat was small but elegantly furnished and arranged. There were religious art on almost every wall, and even a private library with the best works on a single shelf that covered the far wall of the main room. She turned to be such a great host, that a moment after I sat down at the coffee table she brought me a copy of Paroles.

I feel guilty for you losing your book. Oh!... The look on your face when you tough I was dying was priceless.  Take this one, please. -she said.

Mrs. Laurent, I think I shouldn't…

Take it or I will die, and for real this time!  she finished and a new and almost juvenile laugh came out of her. And now, the memorable drinks!

     From a drawer, she took what resembled to be laboratory gadgets; and from a top shelf, she took a bottle with a green liquid on it.

Are you trying to poison me Mrs. Laurent? –I asked her, forcing myself to be humorous.

You are silly.  Haven’t you heard of Absinthe?

Isn’t that illegal in most countries Mrs. Laurent?

Americans!  Always trying to police the world! –she replied.



     Shortly after she poured the greenish liquid into two glasses, she began singing, accompanied by the smell of burning sugar cubes. The flames melted the sugar over the Absinthe turning it into a ghostly white substance.

La vie en rose, Mrs. Laurent.  I know that song.

I’m sure you know.  But did you know that La vie en rose  also came out in 1946?  The same year that I went to Italy and met… Well, you know.

You have some good memory Mrs. Laurent.  A good memory for an old woman. 
      
A good memory is just one side of it; but let us enjoy our “Green Muse”; after all, you don’t have much time. –she said and her face suddenly changed into someone else’s.
She turned on the stereo and magically the same song she was singing before now played in low volume.

You call it “green muse” Mrs. Laurent?

It has many names my silly companion, but I prefer calling it:  The Saint’s Blood.  Come on, drink up!  You won’t be able to try this anywhere else, I’m afraid.

Who painted that?  -I asked her while pointing to a wall, attempting to change the cryptic subject.

That would be St. Rocco, my patron saint and also my lover…The same one I carry next to my heart. –she answered confidently.

     I felt my lungs collapse and I began coughing instantly after my first sip; and I felt the burn on my stomach shortly after.

May I have another, Mrs. Laurent?

Young soul, rebel and ambitious!  Yes, you may… –she answered.

     The same song kept playing over and over and over. And after the third drink, everything started to spin out of control.  Everything went black and white and then in full color. Slow. The thick smoke coming out her mouth made it impossible to distinguish anything around: pulsating sounds, numbness, static, Edith Piaf…

What is this...? What is happening to me...?

I felt a warm masculine hand followed by a bright light over my face. 

Where am I?

Sir, you must leave now! –a young gentleman whispered.

The fucking poem! "Jacko le perv",  I rememberedIt had been there all the time: the warning had been there all the time...

     In simple words, this was, and this was not, the tale of anyone.  This was a story about chance; about a series of unfortunate events that happened, like I previously stated, at the precise time <<or not>>.  Events that made me change my lifelong conception of fate after I woke up half naked and semi-unconscious at the entrance of Mrs. Laurent’s building; with her reliquary of St. Rocco hanging from my neck and the small book of poems from “Jacko le perv” that she had given me earlier, which I was then using to cover my penis from the curious crowd.  My skin felt sticky and wet. Covered in a gray coat that one of the members of the crowd courteously gave me, I left the building.  My entire body smelled of Absinthe and I couldn’t believe the new bright green color I had now on my mid section. Incredulous and still dizzy, I instinctively looked back inside the building; just to read the lips and to catch a glimpse of the evil smile of the young doorman who escorted me out:
Bienvenue!


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