A
papá: quien escondió su rostro y me enseñó a correr…
Comencé a redactar esta carta en el mes de Abril del 91’. No
recuerdo exactamente el día, pero si tengo muy presente aquella tarde, sería un
jueves. Comencé a escribirla entre lágrimas, escondido bajo las
sabanas recién lavadas y apiladas sobre la cama, a la pobre luz de la linterna
del abuelo y, cuando creí terminarla, no pude contener la risa; la cual admito
fue interrumpida en repetidas ocasiones por el llanto. Por eso se
que era jueves, por las sabanas limpias, ya que durante aquellos últimos días
de verano ya había perdido toda noción del tiempo, o eso creí hasta que tuviste
la audacia de aparecerte, reclamando querer verme. Y olvidaste el cuchillo que
el abuelo siempre llevaba escondido en su bolsillo -el cual tuvo por años-, el
mismo con el que mamá me contó que te persiguió cuando la
cortejabas. Y te agarró el abuelo, intentando saltar la cerca, con
tus lentes oscuros, con tus pantalones platinados, y a poco te corta un segundo
culo mientras corrías por tu vida, gritando mi nombre.
Esta es la octava vez que escribo esta carta y cada vez que la escribo se me
hace más larga y más triste. La primera vez que la escribí la vieja
la encontró al día siguiente dentro del zapato donde la había
escondido. Afortunadamente el abuelo intervino cuando ella, rojísima
y enfurecida, intentaba hacérmela comer. En cada una de ellas
siempre te pedí que no volvieras, que no quería volver a verte; luego me
retractaba, y te pedía mil perdones, y tediosamente te afirmaba que la razón
por la cual no quería que volvieras era porque no quería que el abuelo, el cual
hasta incluso comenzó a entrenar para correr más rápido, te alcanzara un día y
te clavara el cuchillo. Si no hubiera escuchado a la “Tuti” -como le
decían a mi hermana-, cuando me dijo que escondiera las cartas en su habitación
-que así nadie sospecharía- la
vieja no se hubiese apoderado de las siguientes cinco. Un tiempo
después escuché, de la boca del abuelo, días antes de su muerte, que mamá nunca
supo de la existencia de las cartas que le confié a la “Tuti”, sino que había
sido ella misma quien se las entregó a cambio de privilegios: algún pedazo de
tarta o unas cuantas monedas. “Tuti” la gorda! La muy hija de
puta. “Si el infierno tuviera un capataz, tu hermana estaría
sobre-cualificada para ocupar tal posición”, repetía el abuelo con su particular
serenidad y elocuencia, cualidades inusuales para un hombre que cargaba
cuchillo.
Entonces un día ya no regresaste, y no volví a escribirte, hasta
hoy. Hoy te escribo y no tengo miedo de que la vieja la
encuentre. Dudo mucho que intente hacérmela comer si la encontrara y
dudo más aún que siquiera le importe. Quizás me mire fijamente con
sus ojos verdes y llenos de incertidumbre y se cuestione mi
cordura.
Se me hace imposible contener el llanto al saber que esta carta no la podrás
leer. Afortunadamente luego de seis intentos fallidos la séptima logró
encontrarte, aun cuando nunca te detuviste después de la última vez
que te diste a la fuga. “Las palabras viajan más rápido que la
voluntad misma”; fueron éstas las últimas del abuelo. La
enfermera que te leyó mi carta me contó que aquella fue la primera vez que te
vio sonreír, y que tocaste tu pecho cuando escuchaste: Te
quiero, no te conozco, no te olvidaré…
Cuando recibí tu carta, como era de esperarse, corriste - se te había hecho
tarde. Recuerdo pensar: Aun con alas corre…
Tal vez el abuelo siempre supo que la única manera de detenerte y de lograr que
me miraras era clavándote un cuchillo en la espalda y, si hubiese imaginado que
lo que no tuvimos terminaría así, habría preferido que el filo te alcanzara;
quizás así al menos te habría tenido por un instante. Cuando
finalmente te tuve cerca, tu cuerpo había sido reducido al polvo. Y corriste, una vez más, esta vez con en el
viento de frente. Me ha tomado casi la mitad de mi vida reconocer
cuanto te echo de menos, pero, aunque lo llevamos por dentro, en la sangre
misma, mis pasos solo corren en la dirección correcta. No te culpo, no te
guardo rencor. Algún día nos veremos, si lo que nos cuentan no han
sido más que cuentos. Y sobre la línea el disparo, y
correremos, y te esperaré en la meta.
Comencé a redactar esta carta hace una hora en alguna estación de esas que
tanto frecuento cuando voy de paso, como usted, siempre de paso. Y sé que la única forma de lograr que ésta te
encuentre, donde quiera que te encuentres, es lanzándola al
viento. Y mientras las llamas consumen lo que queda de tu
carta, le doy la espalda al viento en un último intento, y corro, vuelo, en una
caja metálica con alas, y me lanzo por primera vez en dirección contraria, y te
busco entre las cenizas, y sentado en una nube me parece verte fumando un
cigarro, con tus lentes oscuros, y te atrapo, y una vez más te me escapas,
entre los dedos y en lo que queda de mis manos cansadas de tanto buscarte.
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