23.3.12

RETRATO de un HOMBRE DESCONOCIDO


Para Enzo y para Adrian; por las cosas que solo conocerán de mi a través de las palabras que dejaré para ustedes; si alguna vez aprenden a leer entre líneas. 
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     YO HE SIDO TODO LO QUE SE DICE cuando se habla de algún hombre con suerte.  Lo he tenido todo, he vivido una vida envidiable, y todo esto sin mover siquiera un pelo.  Viajé el mundo.  Sí, vi el mundo con mis propios ojos.  Y los lugares a los que la vida no me llevó, los imaginé tan bien, que nadie supuso que le les echaba un cuento cuando les contaba un cuento.  Fui estrella de rock –de terraza por supuesto– , y hace tanto tiempo que no sé de los muchachos...  <<¿Qué habrá sido de la vida de Carlos Venezuela?>>  Publiqué incontables textos de los que nunca se supo nada, y puedo admitir que he amado perdidamente y que por ello me han roto el corazón; me temo que en demasiadas ocasiones.  No porque tenga que hacerlo quisiera comenzar con la más elemental de las formalidades.  Mi nombre es Rosendo Vergara, tengo sesenta y cinco años pero mis amigos me aseguran que luciría de cincuenta si me afeitara la barba.  Y como las mentiras no tienen ni tiempo, ni género, ni sexo; finalmente me afeité y comencé  a mentirle a todos sobre mi edad.  Así que teniendo este asunto claro de antemano digamos que tengo cincuenta desde que tenía cincuenta.  Vivo solo;  en un diminuto departamento que me regaló mi hijo mayor, Adrián, cuando aceptó la oferta de dirigir un laboratorio en Helsinki. <<¿Quién diría que el mocoso este se haría científico como siempre soñó? >>  Solo bromeo.  Siempre supe que él sería mejor que yo.  Aunque la imagen que le mostré a mi hijo de mí no había sido otra cosa que el producto de una “imagen filtrada” con gran precisión –no  del todo cierta–, me aseguré de que cada palabra que recibiera de mis labios fuera tan real como mi amor por él.  Estas son las cosas que a un padre –aunque nunca lo admita– más le preocupan.  No quería que mi hijo terminara como yo: dependiendo del suyo para poder sobrevivir.  
     Adrián tiene cuarenta años.  El mismo día que me regaló el departamento me dio la triste noticia que se marchaba.  Incluso entonces le hablé como si fuera un adolecente rebelde.  Le pregunté: “¿Para donde carajos crees que vas sin consultármelo primero?”  Y se moría de la risa.   Recuerdo que aquella tarde me repitió las líneas de un film de Almodóvar que me gustaba tanto: Todo Sobre mi Madre.  Me miró fijamente con los ojos de niño que creí haber perdido y añadió: “Un hombre es mas autentico cuanto más se parece a lo que siempre soñó de sí mismo.”  Tengo que reconocerlo: su gran ingenuidad y cinismo lo heredó de su madre, así como el bíblico y sutil arte de la sugestión. 
     Mañana en la mañana saldré para Helsinki, para conocer a su prometida y a mi nieto, Andreas.  “¿Pero a quien hostias se le ocurre llamar a un niño Andreas?”  Adrián siempre tuvo debilidad por las mujeres europeas – esto, sin lugar a duda, lo heredó de mí. Nunca le funcionó nada que tuviera que ver con alguna mujer provinciana de esas de por aquí; tetonas, con cinturas de paridoras y con las cabezas huecas.  Y tampoco lo hubiera permitido.  Para mi gran suerte hace poco más de un año que no hablo con su madre, Evelyn.  Pero eso habría de cambiar.  Justamente a la media noche terminaba de guardar algunas cosas en la maleta cuando mi teléfono móvil sonó.  Ya no tengo la misma energía que tenía hace veinticinco años,  pensé mientras caminaba hacia el recibidor; con mi ya notable paso de anciano, para contestar la llamada.  Su voz había cambiado a tal extremo que se me hizo prácticamente imposible reconocerla. Evelyn había perdido aquel timbre de voz del cual una vez me enamoré, aquel hilo de voz que ponía a dormir a los mismísimos ángeles.  
“¿Tienes alguna idea de la hora que es?”, contesté. 
“¿Y desde cuando es esto importante? – Nunca has pegado un ojo por más de unas horas”, respondió.
“Evitemos las excusas.  Ya sabes lo que pienso; estas solo complacen a quien las ofrece.  Y no me venga a joder.”
“Ya se te notan los años mi querido amigo”, añadió con ironía.
“Y a usted el cambio de entrepierna, princesa…”
     Quien solo escuchara los primeros minutos de nuestras ocasionales platicas juraría que no deseábamos nada bueno el uno para el otro.  Pero Evelyn y yo nos adorábamos, a duras penas, y Adrián seguía siendo la energía que movía nuestras vidas; la cuales sabíamos que vivíamos a tiempo prestado.  El problema entre nosotros era uno muy simple: ambos padecíamos, desde siempre, de terribles alergias a la proximidad.  Charlamos un rato  (ya saben) de las tonterías que hablan los padres de un adolecente de cuarenta años,  divorciados desde siempre.  
     Una mujer que no pide nada no es mujer.  Toda mujer tiene la necesidad fisiológica, genética, de siempre andar metiendo la nariz donde no le corresponde, y de repartir  órdenes.  No escuchaba su voz desde hace un año, y ahora viajaríamos juntos al casamiento de Adrián.  “¿Los dos juntos?  ¿Uno al lado del otro? ¡Me cago en mi puta madre!”, grité.  “A buena hora esta mujer me viene a joder”.
     Me había pedido que buscara en el baúl de las fotos –el cual conservé después del divorcio– aquellas en donde apareciera ella junto a Adrián.  Ahora que lo recuerdo, si no hubiera sido por que protegí con mi propia vida éste baúl, no quedaría rastro de aquella existencia.  <<¡Pero qué mujer tan loca!  Hace cerca de diez años que no echo un vistazo dentro de este baúl.  Es que, hay tanto polvo adentro que mis pulmones ya no aguantan semejantes agravios>>.  Me quité la camisa y la amarré sobre mi rostro para protegerme de la tormenta que se avecinaba.  El espejo reflejaba a un hombre al cual muy pocos habían visto de cerca en los pasados años.  Quizás por eso –me dije– había prescindido de cualquier imagen o artefacto en las paredes del departamento que me recordaran el principio o el fin de los buenos tiempos, cuando aun aceptaba visitas y, las paredes estaban llenísimas de imagines épicas de la vida que había vivido.  Siempre algún entrometido encontraba la manera de leerme los ojos en cada una de ellas, y desde entonces no recibía a nadie.  Porque nadie venía a sermonearme, o a venderme la verdad.  La misión sería fácil. Y fallar a esta conllevaría tener que escuchar, del hocico de semejante espécimen, las toneladas de recriminaciones que viajarían a la velocidad de la luz por la duración del vuelo transatlántico que compartiríamos desde la Ciudad de México hasta Helsinki.  Un extraño sabor a anticipación arropó mi cuerpo como lluvia amazónica cuando me dispuse a abrir el baúl.  Con un sorpresivo esfuerzo y unos martillazos abrí el puto baúl.  Y por un momento pareció como si todo el aire y el tiempo dentro de mi habitación fueran absorbidos por éste –como una vieja aspiradora; así fue el sonido–.  Me senté sobre la cama tendida, de sabanas sucias, y metí la mano dentro del baúl sin abrirlo completamente, tomando un puñado de fotos…



II

     Bueno, esta foto es reciente; tomando en cuenta que desde hace quince años tengo la misma edad.  Para este viaje había tomado un bronceado artificial.  Quería sorprender a la madre de Enzo, aun después de viejo.  Nunca olvidaré la regla de oro para bronceados artificiales: no dormirse en la cabina.  Pero, ¿cuál había sido el motivo de ese viaje?  Es difícil recordar ciertos detalles cuando las imágenes solo te confirman haber sido el hazme-reír de todos.  Las cosas que nos pasan.  Me había metido a la cabina bronceadora con las medias y en calzoncillos, luego de haberme fumado un súper porro.  Afortunadamente ni las medias ni los calzoncillos sufrieron quemaduras. Y no cambiaron de color como mi piel, a color naranja.  Sí. Ahora recuerdo, esta foto la tomó María; como tantas otras y, como de costumbre me cortó la cabeza.  Estoy seguro que esta es su forma de recordarme cuanto me quiere.  En esta foto aparece Enzo, mi segundo hijo, echándome el brazo con tanta naturalidad que nadie diría que me la pasé ausente durante la mayor parte de su vida.  Hago siempre la misma mueca con los labios cuando estoy cerca de él.  Serán los nervios o que se yo y,  nos parecemos tanto que me obstina.  Enzo también viajará a Helsinki; para el casamiento de su hermano y su regular visita a su sobrino.  Irá acompañado de su pareja, Stephan.  No diré nada más sobre este asunto.  Solo me basta decir que siempre lo supe.  Afortunadamente la vida me regaló, de antemano, un Plan B.          
     En esta foto, Enzo llevaba barba.  Pero aun así lucíamos más como hermanos que como padre e hijo.  Cada vez que fui a visitarle su madre le contaba que yo era su amigo, y nada más.  Bueno, veamos la próxima foto antes de que comiencen a caerse mis plumas.
     En esta foto veo la figura de un cuerpo familiar, aunque desconocido.  Como en la foto anterior  le han cortado la cabeza; por eso deduzco que soy yo.  Pero esta foto no la tomó María.  Y estoy seguro que aun ni le conocía.  Siempre le echo un vistazo al reverso de cada foto antes de mirarla –  los mensajes que algunas personas se atreven a escribir en éstas llegan a ser más reveladores que la imagen misma.  Estoy recostado sobre una cama blanca, en una habitación grandísima.  Hay una mujer a mi lado y, por su semblante puedo ver que acabábamos de hacer el amor.  Pero eso es todo lo que puedo ver.  Si miro de cerca puedo ver la botella de vino reflejada en la ventana; que dividía nuestro mundo del resto de Italia.  
“¿Quién habría tomado esta foto?”
      Y al reverso había un mensaje escrito que leía:
Para el hombre que me regaló sus alas en forma de niño.
Venecia, Italia.  Abril 16, 2009. 
Día en que nuestros cuerpos se unieron, y crearon el milagro que es la vida…

     Esta foto fue tomada en automático – a saben–; cuando se programa la cámara por unos segundos y ésta la toma sola.  Ahora lo entiendo, lo que se dice de esta práctica.  Se dice que nunca debemos tomarnos fotos en automático, que deben ser unos ojos como los tuyos quienes preserven tu vida desde el otro lado del lente.  Y no el espacio vacío.  Que trae mala suerte, dicen.  Pero yo no creo mucho en esas tonterías. Sí; aquella noche saldríamos a cenar, a cualquier restaurante que nos acogiera luego de una larga caminata por Santa Lucia.  Ella me habrá dicho: “creí que eras un experto en navegación terrestre y cartografía…”  Y yo le habría respondido: “no veo nada malo en perderme a tu lado;  aunque sea por una noche.”  Ella sabía que siempre diría lo correcto, más bien, lo que deseaba ella escuchar.  <<Así se conquista una mujer; con mucha paciencia, y oídos de hierro>>.  
     Estaba tan sumergido en las imágenes que no alcancé a oír el teléfono.  Tenía la certeza de que solo a una persona en este mundo se le ocurriría el descaro de llamar a esas horas.  La llamé de vuelta.  Y respondió del primer timbre.
“He estado pensando, Rosendo.  Creo que no fue buena idea pedirte las fotos.  Sé que no te gusta visitar el pasado, ¿Qué te digo?  Escúchame; las fotos no son importantes en este momento.  Lo discutiremos luego.  Nos vemos en la mañana.”
     Y así, sin más; la muy puta me colgó el teléfono.  Y no sería la incertidumbre la mayor de mis desdichas, sino, el detalle de haberme tirado el jodido teléfono, con lo bien que sabe cuánto lo odio.  
     Comencé diciéndoles sobre mi vida, de lo grandiosa que ha sido.  Y créanme cuando les digo que no hubiera logrado lo que logré si hubiera permitido que la debilidad me llevara a hacerle caso a lo que dice una mujer.  Y continué con las fotos…
     Ésta es de cuando era adolecente, de cuando pensaba que el mundo era mío, y aun así me negaba a mostrar el rostro en cualquier retrato.  En esta foto en particular, como pueden ver, de todos los miembros presentes de mi familia durante la celebración de navidad, yo soy el único que está de espalda. Mi rostro, mis ojos, e incluso mis habilidades podrían cambiar, si le diera la gana a mi creador, de la noche a la mañana; y solo al costo de una que otra palabra, con el fin de hacer del cuentecito éste uno más digno de digerir. De tolerar.  Mi vida, pues, podría ser otra. Cualquiera. Mi nombre y circunstancias actuales no son otra cosa que casualidad.  A veces vivo y otras veces no.  Mi hogar son estas páginas, y mi creador un escritor fallido. ¿Acaso necesitan más explicaciones?  ¿Acaso no tienen otra forma de abatir el aburrimiento?  Veo. Aun no se han dado cuenta.  Le confesaré, a usted querido lector, algo que estoy seguro le costará mucho entender. Creer.  Esta es la historia de un hombre a la cima de su vida; que bien pudiera ser yo, pero que no lo soy.  Y el cual solo existe cada vez que leen las páginas garabateadas de su historia.  ¿Ahora  entienden?  Pero si es tan simple… Mi nombre es Rosendo Vergara.  Tengo sesenta y cinco años y solo existo en la imaginación de quien escribió este relato; y de usted, porque es quien ahora lee.  Difícil de entender, ¿no?  En cuanto terminen de leer este fragmento de mi vida, que por más mísera y minúscula, es la única que tengo. Y si tengo suerte, ocuparé algún lugar en su conciencia; digo, si tengo suerte. Mi cárcel es un cuento, una terrible historieta.  

III

     La mañana siguiente Evelyn nunca llegó al aeropuerto.  Tampoco yo viajaría a Helsinki.  Porque no había motivos para hacerlo.  No conozco a nadie con el nombre de Adrián, ni con el nombre de Andreas.  Tampoco tengo un segundo hijo llamado Enzo, o una historia impresionante que contar.  Y sí, recuerdo el vino, como recuerdo que por unos días lo compartí con la silla vacía.  En ninguna de las fotos aparece mi cabeza cortada, ni un mensaje al reverso de las mismas.  La verdad es muy simple; la verdad es que sí conservo un baúl donde guardo, como cualquier otro lo haría, los recuerdos, para protegerlos de los aires de tormenta.  El detalle está en su contenido, en lo que son las representaciones de mi vida.  Dentro del baúl que ha sido mi vida no hay fotos ni momentos, ni el recuerdo lejano de alguna vida.  Solo hay páginas en blanco, las cuales me restriegan a la cara que no existo, y que jamás existí.  Y que solo soy esto: un conjunto de palabras, el producto de la imaginación de quien escribió este relato, y de quien lo lea.  Y nada más.  
Y nada más.

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