26.4.12

AQUELLOS MIÉRCOLES a las CUATRO





     En el año 999 el primer Papa Católico de origen francés fue elegido; el caballero éste se haría llamar Gerbert de Aurillac.  En el 1800 nacieron simultáneamente en el mundo –aunque a miles de kilómetros de distancia entre sí– dos de las maravillas de la humanidad que más disfruto: el tequila, y la primera sinfonía en C de Ludwig van Beethoven. Y allá para el 1976, Portugal asumió su constitución.  Aquella tarde también nací yo; aunque estoy seguro que a muchos les importe poco quien soy.  Lo curioso de tales eventos, de los cuales solo he recogido aquí un grano de arena en un vasto océano, es que todos ellos ocurrieron un miércoles a las cuatro.  ¿Y cómo sé yo estas cosas? – Bueno; entiendan que todo hombre al cual le importe lo que ha sido su simple existencia, le debe importar su pasado. 
     Yo nací en la ciudad de Nueva York, una semana antes que las llamas consumieran el hospital Flower on Fifth y lo redujeran al polvo.  Mi certificado de nacimiento provisional leería: Gerbert Sacres – Noviembre 23 de 1976.  El hospital ardió el último día de ese mes.  Recuerdo pensar, que de haber nacido siete días más tarde, quizás hubiera muerto sin ver la luz del día.  Pero ya no me atormentan tales conmiseraciones.  La vieja me contaba que cuando nací, el doctor entró en su habitación la primera noche conmigo en un brazo, y con una botella de tequila en el otro.  Que andaba yo con la pija al aire, y que el vestidito de hilo que le habían dado  como pago por unos trabajos engalanaba la botella. Y que allí platicaron, el doctor y ella, toda la noche de lo sería de sus vidas, y que a la botella le faltaba la mitad cuando mis llantos y un rayo de luz les recordó de la mañana.
     Fue en aquella habitación de paredes grises donde además el padre Mario de Aurillac, expatriado francés, me echara la primera bendición. Y seguidamente que me echó los santos, vomité. Quizás, fue incluso allí donde las llamas alcanzaron su cuerpo el día de la incendio.  Cuentan las malas lenguas que el incendio se produjo cuando el doctor Ludwig, por accidente o por embriaguez, intentó apagar un cigarrillo en un vaso con tequila.  Cuentan las malas lenguas, además, que el doctor Ludwig murió como todo un héroe; borracho hasta el culo, pero héroe.  Que le salvó la vida a media docena de mujeres indefensas y desnudas, pero que en el proceso olvidó salvar a sus recién nacidos. Se imaginarán tal escándalo.  Pero nosotros, los seres humanos, estamos diseñados, predestinados más bien, a olvidar.  Y eventos como este se olvidan rápidamente: pronto ya nadie se referiría al doctor Ludwig como el “santo borracho.”  Hay sus excepciones, como en todo, claro está;  y me refiero al asunto de olvidar.  Aunque en el curso de mis primeros años yo crecí como un sobreviviente de aquel suceso, como señalé anteriormente: hay sus excepciones.  Y de un escándalo, uno incluso peor que el del doctor Ludwig,  de un evento que me perseguiría por el resto de la vida no pude salvarme.  Y como soy un hombre a quien le importa su pasado,  por eso sé de todos los eventos que cambiaron la humanidad algún miércoles a las cuatro.  Eventos tan escandalosos y memorables como lo fue aquel que me tocó de cerca el miércoles 23 de noviembre de 1981.

II

     El jardín de niños es una trampa mortal.  Es en ese momento, en el que por primera vez pasamos unas horas lejos de casa, en el que nuestros ojos realizan las ventajas y las mierdas del mundo.  Y aquella experiencia en el jardín de niños, de la que le contaré en las próximas líneas, cambiaría mi vida para siempre. 
     La directora del colegio había enviado una carta mi madre en donde explicaba que durante la tarde del miércoles 23 de noviembre se realizarían las vacunaciones, y que se solicitaba su presencia.  Aquel miércoles a las cuatro descubrí que me había enamorado de Ana Paola y que ella se había enamorado también de mí.  Por desgracia, fue aquel día en el que también descubrí las dos únicas fobias que me acompañarían por el resto de la vida: los besos y las agujas.  Ana Paola y yo nos escondimos detrás de algún monumento arquitectónico, uno de esos construido con coloridos bloques de madera, y confesó querer darme un beso.  Allí cerré mis ojos, anticipando sus labios;  pero no sin antes echarle un vistazo a un grupo de enfermeras que entraba. Una de ellas, de su bolsillo sacó una aguja grandísima, e intentaba explicar, con desmesurada gentileza, cómo no las clavaría a todos en nuestros pobres e inocentes traseros.  Y una imagen se paseaba por mi cabeza: la enfermera con los cabellos grises clavándome una aguja en el mismísimo culo… Cerré mis ojos, y mis piernas se debilitaron anticipando el beso; pero el beso nunca llegó.  Y en lugar de un beso, Ana Paola me regaló la desgracia de un grito.
“Profesora…  ¡Gerbert se cagó en los pantalones!”, gritó a viva voz la muy hija de puta, y me rompió el corazón.  Más que odiar el sonido forastero de mi nombre, odié, desde aquel día en adelante, el sonido de mi nombre seguido por la palabra “cagó”; el cual tuve que aprender a tolerar por los próximos años. Y para hacer de aquel momento uno más memorable; mi madre, quien nunca llegó tarde a ningún encuentro, aquella mañana llegó veintitrés minutos tarde.  Y allí permanecí, durante los veintitrés minutos más largos de mi vida, con el culo cagado; ante la mirada incrédula y la desaprobación de todos, incluyendo a Ana Paola.
     Seguidamente, la conmoción y las risas invadieron aquella aula, lo cual intentó remediar la señorita Hoyos con las suaves notas de la Primera sinfonía en C de Beethoven que produjera en el tocacintas.  Había aun acciones que inspiraban gentileza en la señorita Hoyos, la cual llamábamos señorita por etiqueta, ya que todos sabíamos que tendría poco menos de setenta años, y que además nunca se había casado – algo impensable el pueblitos fronterizos como aquel.  Podría tener algún detalle de esos de abuela, de esos que se recuerdan por siempre; como cuando te abrazaba con su diminuto y frágil cuerpo, haciéndote sentir que los años nunca pasaron por su corazón.  La señorita Hoyos me refugió de las carcajadas en su despacho: <<es inaudito lo cruel que pueden ser algunos niños>>.  Aun sus palabras resuenan en mi memoria: “¿Cómo se te ocurre cagarte en los pantalones?”, me preguntó; como si acaso yo lo hubiese previsto. 
     Dicen las malas lenguas que la señorita Hoyos no fue tan casta como se decía; y que la campechana esa compartió por mucho tiempo con un hombre treinta años menor que ella, el cual mantenía a cambio de favores; –ya saben– de la clase de favores que van de la mano con la indiscreción.  Me cagué en los pantalones.  Vaya primera impresión para quien habría de convertirse en mi primer amor imposible.  Ana Paola… si tan solo la hubieran visto en sexto de primaria; cuando comenzaba a usar lápiz labial, y sus pechos dejaban de ser los de una niña, atormentándome cada noche. Hasta que un miércoles, por cierto a las cuatro, descubrí los placeres incuestionables de la masturbación.  Cuando se tiene once años, es un hecho, la felicidad se encuentra al alcance de tu mano.  Se la habré metido, si mi mente no me falla, en unas cinco mil ocasiones.  Es increíble el poder y el alcance que tiene la mente de un adolecente con ganas de echar un polvo.   Como es la mente, tan traicionera: a veces me la imaginaba desnuda, en una playa desierta; y cuando acariciaba sus pechos redondos y con olor a rosas, del mar salía la señorita Hoyos, toda empapada, vestida de blanco, y con una aguja grandísima, riéndose de mi desgracia mientras me apuntaba con su arrugado dedo.
     Algún tiempo después, habrían transcurrido poco más de diez años (o algo así), cuando nuestros labios, habiendo aprendido a besar besando a otros, y en mi conciencia no quedaba rastro de aquella tarde en el jardín de niños; nuestros pasos, aun jóvenes y accidentados, nos llevaron a cruzarnos nuevamente.  Nuestras respectivas universidades, en un viaje cultural a Sydney, Australia, nos llevarían a reencontrarnos, en el más inusual de los lugares: en un baño.  

III

     El colmo del capitalismo…  Había pagado dos dólares americanos (dos duros en la nueva  España) para poder echar una cagada en un país en donde ni el dólar ni el euro se movía.  Maldito “Vegemite”, recuero pensar.  Durante un almuerzo <<cultural>>, una de las profesoras a cargo del grupo nos dio a probar Vegemite: una pasta de untar elaborada con extracto de levadura, de color oscuro y saladísima, en pan tostado.  Solo imaginen el residuo fermentado de la cerveza, echa gelatina amarga.  Horas después, en línea para visitar la Casa de la Opera, un cuarteto de vientos, seguido por un solo de percusión se armaba en mi entrañas.  No habíamos aun adquirido los boletos de entrada, así que no tenia mejor opción que tentar mi suerte.  Minutos después, corría como alma que lleva el diablo en busca de un baño, o WC, como le llaman en la “tierra de más abajo”.  Y como mencioné: terminé pagando dos dólares por utilizar (rentar) un WC en alguna calle de Sydney que preferiría olvidar.
     Cuando se tiene una orquesta sinfónica en los intestinos, por alguna razón esto afecta grandemente tu juicio. Pagué con un billete de cinco, ignorando las indicaciones del encargado cuando se disponía a entregarme el cambio.  Avancé una vez dentro de las facilidades, y para mi desgracia, el baño de caballeros estaba atestado, tenía mas línea que la mismísima Casa de la Opera.  Y, ¿qué hace un hombre el cual le importa su pasado en situaciones como esta? – Mira hacia todos lados, se hace el desentendido, y se mete en el baño que exhibe una faldita en su puerta de entrada.  Deben entender: no hubiera permitido que la historia se repitiera, e hice lo que tenía que hacer para salvarme el pellejo de otro evento memorable, una vez más.  
     Los baños para damas en Sydney son los Rolls Royce de los baños: colores tenues, música de fondo, barras laterales para más torque, e incluso material literario de primera.  Lo peor había pasado, estaba a salvo.  Por suerte, no había sido descubierto, y solo necesitaba un instante para superar los temblores.  Leía un artículo interesantísimo acerca de la constitución de Portugal cuando el último y más leve de los temblores había pasado.  Y cuando me dispuse a regresar la revista a su lugar dentro del cubículo…
“Me cago en San Putas”, grité.  “¿Dónde carajos está el papel higiénico?”
     Los baños para damas en Sydney fueran los Rolls Royce de los baños, si tan solo incluyeran, en su amplia gama de absurdos ofrecimientos, el bendito papel higiénico.  Y aunque había evitado milagrosamente revivir el <<momento memorable>> del jardín de niños, de similar modo me encontraba con el culo cagado, a miles de kilómetros de distancia de aquel primer lugar donde ocurriera por primera vez.  Fue en aquel baño, de paredes rosadas, en donde le pedí a Dios un milagro, una mano santa que me sacara de allí; no sin antes ofrecerle mil perdones por invocar a un santo inexistente: a San Putas.  Y cuando un hombre de fe, en tierras foráneas, hincado de rodillas, y con el culo cagado, le pide a Dios por un milagrito; éste se cumple, aunque de la manera más inusual. 
“Un hombre en un baño de mujeres, que se ampara en San Putas en este rincón del mundo, y en español; merece un milagro…”  Y una delicada mano pasó un rollo por debajo de puerta…
     Entonces, ¿qué hace un hombre el cual le importa su pasado en situaciones como esta? – Aguarda hasta que el mensajero de Dios, o en este caso, la mensajera, desaparezca; se hace el desentendido y con gran naturalidad sale del baño.
     Regresé a la línea en la Casa de la Opera con el resto del grupo, el cual aun esperaba.  La enviada de Dios se había desvanecido.  Poco después, un gentío salía y anunciaron nuestra entrada.  Cruzaba la ornamentada puerta principal cuando una voz me llamó por mi nombre:
“Reconozco esas zapatillas rojas de alguna parte, aunque no diré de donde…” pausó por un instante y me volteé.   “Gerbert, ¿eres tú?”
     Aquella tarde, puntualmente a las cuatro, comenzó el espectáculo en la Casa de la Opera de Sydney.  Pero Ana Paola y yo no le prestamos mucha atención a la Primera  Sinfonía en C de Beethoven, ni al pasado, o al presente.  Platicamos, aquella tarde, de lo que había sido de nuestras vidas y, al finalizar el espectáculo, nos esperó el atardecer en la bahía a poca distancia de allí.  De camino al mar, nos hallamos a la sombra de algún monumento arquitectónico, y Ana Paola confesó querer darme un beso.  Pero no la besé;  y aguanté mis deseos, como llevaba haciendo desde aquel miércoles a las cuatro en el jardín de niños.  Aguanté hasta que nuestros pasos tocaron la arena, y nuestras manos se encontraron.   Y fue allí, frente aquel mar violento, frente a una inmensa fogata que tostaba nuestros cuerpos bajo la luna, y con la que celebraban quemando flores el final del otoño, cuando nuestros labios, ansiosos y accidentados, por primera vez se encontraron.

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19.4.12

SILBIDO GITANO




A mi madre: comunicadora del más allá.


LA VIEJA, CON SUS VERDES OJOS, saltones y tremebundos, me contó la historia de Silbido Gitano.  Y me contó, con su habitual seseo, de la noche en que éste se le apareció en el asiento trasero del auto mientras conducía hacia el hospital con dolores de parto, con mi cabeza ya visible entre sus piernas.  Me dice –y en ocasiones se ríe con la mirada, como una niña– que aquella noche llovían ranas, que se pasó tres luces en rojo, y que el hijo de puta de mi padre había salido en un viaje de negocios, y que le tomó treinta años encontrar el camino de regreso.  De repente, unos ojos oscuros se cruzaron por el espejo retrovisor, y ella, del gran susto, gritó tan fuerte que salí disparado de su cuerpo y caí entre sus pies.

“¿Qué quieres?”, le preguntó la vieja. “¿Quién eres?”, concluyó.

“Silbido Gitano”, le contestó el espectro. “Y lo que quiero es muy simple: quiero el cuerpo de su hijo.”

“Ya veo…”, añadió la vieja, ya menos asustada. “¿Y desde cuando buscas volver?”

“Verás…”, titubeó Silbido.  “Hace unos minutos nuestro auto se accidentó. Mi mujer y yo morimos, pero nuestro pequeño hijo sobrevivió. Un auto a toda velocidad se nos atravesó de frente. Y me gustaría quedarme por algún rato, bueno, por el tiempo que el cuerpo de su hijo me lo permita, para ver crecer el mío, que lo ha perdido todo.”

La vieja me cuenta que lo miró fijamente a los ojos, azules y atormentados.  Que los harapos que vestía estaban ensangrentados, que había nobleza en su arrugado rostro, y que finalmente aceptó. Cuando despertó, me cuenta que un doctor joven y guapísimo me colocó sobre su pecho.  Y que éste le preguntó:

“¿Cómo se llamará el niño?”

Y por entre la puerta perniabierta, unos ojos le pedían con clemencia llamar su nombre, y regalarle mi cuerpo; ya que había sido ella quien le arrancó con sus manos el suyo. 

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7.4.12

SEIS COPAS con DIOS




Praga: Enero de 2012


     MI ASALTO CONTRA EL RESTO del mundo comenzó exactamente hace dos años.  Lógicamente no haré mención directa del día en que mi vida tomó un giro sin precedentes; estoy seguro que algunos de ustedes aun utilizan los dedos para contar, y no quisiera tener que decir más de lo que debo.  ¿Acaso es que un hombre no tiene derecho a guardar uno que otro secreto?  Y, hablando de saber utilizar los dedos para contar, debo añadir –ahora que lo recuerdo– que el asalto comenzó unos meses antes de aquel día; y para ser preciso, fue un viernes en la tarde, a poca distancia del Museo de la Academia de Florencia.  Y todo comenzó como siempre comienzan estas cosas; casualmente, y con un “hola”.  Debo aclarar que el asalto comenzó además con una cerveza, en el Bar Regente, a poca distancia del arco.; aunque por alguna razón no recuerdo su nombre.  Lara y yo nos habríamos peleado, como era usual al tercer día de cada encuentro; por alguna tontería que habría dicho, o por algún gesto involuntario que le sugiriera disgusto.  Como hombre al fin me fui a la calle, al bar; a buscarme un par de alas, un par de tetas, y en el proceso: borrón y cuenta nueva.  Fueron aquellos los últimos días que viví creyendo que el destino era un lugar habitual.  Para entonces no me importaban mucho las respuestas que me recordaran la verdad; y puedo decir  hoy, con mucha deshonra, que la utilicé; y que luego la dejé en el mismo lugar en el que dejo a quien se cruce por mi camino por más de unos meses: en el olvido.  Digamos que Lara formó parte de ese abominable proceso que todos los hombres pasamos cuando nos dejamos llevar por la razón y no por los instintos.  

     Mi asalto comenzó, como dije, con una cerveza; la cual compartía con los seis “habituales” espacios vacios del Bar Regente. Y una voz profunda, un eco ensordecedor, un aleteo de trompetas voladoras a mí oído suspiró:

“¿sabes que tenemos en común “la nada” y yo?”

“No.  En realidad nada se me ocurre ahora.”  Pause por un instante, forzándome a mantener la mirada fija sobre el mostrador.  “Pero, puede usted deleitarse – a mí me sobra la soledad y el mal gusto.”

“Bueno, pues, te lo diré.” Respondió mientras me miraba fijamente, intentando suspenso.  “¿Sabes que tenemos en común “la nada” y yo?” – En que ninguno de los dos tuvimos principio ni tendremos fin.”  Extendió su mano enorme y suave,  y concluyó: “Mi nombre es Paö, también conocido como el hijo de Dios; mucho gusto en conocerte.”

     Habían transcurrido meses desde la última vez que había tomado una copa.  Aquella noche cumpliría seis meses de estar sobrio.  Y me costaba creer que con tan solo una cerveza ya estaba alucinando. (¿El hijo de Dios?  Pero en que putos líos me ando metiendo?) Se sentó a mi lado, y dedicó un instante a arreglar la cortina de trapos polvorientos que vestía.  Por su espesa barba y su gran cabellera quemada por el Sol deduje que no sería una de esas “maricas atormentadas” que a tales horas se aventuraban a ir de pesca.  Pero corto es el camino que te lleva del infierno al cielo, y mi acompañante de la silla contigua logró hacerme creer en el paraíso nuevamente cuando pidió una ronda de whisky.  Aquella fue mi primera copa con dios; bueno, debería decir: “Dios”.  Él mismo me corrigió luego de varios intentos fallidos por reducirle su rango. Y sacó de un improvisado bolsillo en su sotana, una tarjeta color blanca. Aquella botella habría costado una pequeña fortuna, pero Dios no se conformaría con menos; pensé.  Una tarjeta plástica blanca: sin logotipo, numeración, o nombre –“una tarjeta de crédito Celestial”; me comentó mientras pagaba la cuenta.

     Y como hombre al fin, decidí en secreto buscar confirmación.  Si hacían tan solo seis meses desde mi última copa, y ya estaba alucinando; pensé: “A este macho le hago pagar por mi borrachera, por un par de putas italianas, y luego lo desenmascaro.”     Se dio un sorbo, fruñó el ceño y le pregunté: 

“¿Qué se siente ser Dios?”

     Me respondió: 

“El hombre, desde el principio de la historia, siempre ha mirado hacia arriba en busca de respuestas.  Alguien tenía que hacerse cargo.  Ahí entro yo.”

“¿A qué se refiere cuando dice: ahí entro yo?, le pregunté.

“Ustedes no podrían sobrevivir en un lugar sin orden, sin un líder.  El hombre por naturaleza necesita ser dirigido; más bien vigilado.”  Me sirvió otra copa, y pude ver ironía en sus ojos; continuó: “ya van dos copas y dos preguntas, mi querido amigo.  Le aconsejo que piense mejor antes de preguntar; solo le quedan cuatro más.”

“Ya veo que para usted tan solo somos números…”, añadí.

“Cada cual hace lo que tiene que hacer para sobrevivir, ¿no lo crees?", me confirmó.

“Entonces… solo dedujo que como el espacio vacío arriba de cada uno de nosotros se encontraba vacío,  debía usted ocuparlo, ¿no es así?" 

“Yo no deduje ni tampoco he hecho nada. Tal vez esa pregunta debió habérsela hecho a algún Cardenal, o algún Imam, o a algún Rabino. Verás; yo no los creé a ustedes, como dicen los libritos esos, yo soy solo un gran invento, la única herramienta que garantiza el control del hombre.”  Se dio otro sorbo y añadió: “Debo recordarle que le restan tres copas y tres preguntas.”

“Y si usted no existe, si solo es el resultado de la gran imaginación de algunos hombres que buscaban poder; ¿cómo es que está usted aquí?”, le pregunté.

“¿Qué te hace estar tan seguro de que en realidad estoy aquí?  ¿Y si solo fuera el producto de tu limitada imaginación atrofiada por las copas, o peor aún, por la fe?”
“Una pregunta no se contesta con otra pregunta”, le contesté.  “Usted  no tiene moral; debería desenmascarar a todos esos cretinos.”

“¿Y arriesgar así mi propia existencia? – le quedan dos preguntas…”

“Dígame usted, dios, ¿Por qué permite que nos matemos unos a los otros en su nombre?”  Se tomó un gemelo de whiskey (dos sorbos de un tiro) y respondió:

“En estas cosas divinas, en los asuntos de fe; es más importante la sobrevivencia que la influencia o la convivencia.  No conozco a nadie que esté dispuesto a regalar lo que con tanto esfuerzo ha construido.  Además, a ustedes les fascina apuntarle con el dedo a lo que sea que pueda responder las preguntas que les aterra contestar: que no hay dios, ni dioses, ni legiones de demonios; que solo son eso, hombres, el producto de billones de años de evolución, y no el resultado de algunos milagritos, o de unos pares de milenios de creación.  Que el dos por ciento de la población de mundo controla el otro noventa y ocho por ciento.  Que soy solo un mal truco, un conejo que salió de un sombrero del que se supone salieran palomas.  Una palomita blanca que una serpiente se tragó.  Y ahora, ni el simple hecho de negar la Fe, como lo has hecho tu, no los salvará de la llamas eternas de la hoguera.”

“¿Me acusa de soberbia?  ¿Acaso ésta es su única defensa?  No sea cobarde y defiéndase como un hombre, y déjese de mariconadas.  Dígame: ¿es usted real, o solo una visión?  ¿Acaso es usted un oasis en mi subconsciente, otra treta del alcohol?”

     Y una voz profunda, un eco ensordecedor que ahora se alejaba murmuró: 

¿Sabes que tenemos en común “la nada” y yo…?


     Tres días después de aquella velada abrí los ojos, y Lara estaba allí, a mi lado.  El Sol le iluminaba mi lado favorito de su rostro; e intentaba disculparse en portugués por algo que no recordaba.  Le hablé sobre mi encuentro con el misterioso Paö, y no salía de su asombro.  Le expliqué que no había tenido suerte en lograr que me contestara una última pregunta; que se había ido a la fuga en cuanto le solicité una confesión.  Y que no terminó siendo el gran hombre de palabra que se decía que era.  De un bolsillo en mi chaqueta sobre el escritorio sacó un pedazo de papel.  Su rostro se torno rígido, frio; y me preguntó:

“¿Desde cuando comenzaste a embriagarte nuevamente?"

     Admito que es mucho más fácil mentirle a Dios que a una mujer, y que las consecuencias son menos nocivas.  Luego de una dolorosa recuperación, de haber logrado lo imposible: seis meses de sobriedad;  me gocé doce copas de whiskey, y fui tan ingenuo de culpar al “hijo de Dios” y a su voluntad.  Para entonces ignoraba que para convencer a una mujer se necesita más, mucho más que un plan divino.  Fue en ese momento en el que decidí que viviría mi vida como lo que ha sido, como el efecto de millones de años de intentos y errores; como me dijera el mismísimo Paö: 

“A vivir, que el presente es la única eternidad posible.”1

Y antes de que lo olvide: “¿Saben que tiene en común Dios y la “nada”?

“Que ninguno conocerá el fin, pues ninguno conoció el comienzo.”

Palabras de dios…

“¿Qué les puedo decir?”


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1.   A vivir, que el presente es la única eternidad posible. (Cita. Autor:  Lisa Pfister)
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