29.5.11

Los Arboles Invisibles [Capítulos 1 > 4]

1

     Cuando finalmente perdí el miedo y me subí al árbol de Tilo en el jardín de la abuela, descubrí que no solamente desde arriba las cosas de abajo parecen tener otra vida, descubrí que mamá tenía razón cuando me dijo que sus ramas no eran suficientemente fuertes y descubrí  también el significado de la palabra regordete.  De chico siempre fui  -no porque así lo quise- la oveja negra de la familia, la desgracia, la mutación genética que llega -como dicen- cada tres generaciones o algo así.  Para entonces, se había convertido en mi rutina, escuchar desde el otro lado de la puerta a mis tías decirle a mamá que tal vez debía ser visto por algún médico, que había algo jodidamente terminal conmigo.  Mis tías eran un par de putas solteronas de tercera, al menos así les llamaba la abuela siempre que intervino en mi defensa.   De pocas palabras, andar lento y mirada profunda, fue siempre ella más que mi defensora, más que amiga e incluso más que abuela, fue mi confidente y mi cómplice.  Aquella tarde, como era usual luego de haber escuchado una vez mas lo terrible que era, corrí. Y ahí estaba, buscando huir de todo aquel circo bajo una incontenible lluvia, intentando subir a la rama más alta árbol de Tilo,  pensando que tal vez no había sido buena idea haberme comido todo aquel dulce de leche de una sentada, y que quizás debí haberle escuchado cuando me dijo desde abajo, que no me balanceara de la rama más débil, pero;   ¿Por qué escuchar las tonterías que dice un extraño?
La primera vez que lo vi, se reía a carcajadas cuando me caí de culo del árbol  y  una de sus raíces -que sobresalía de la tierra-  me trituró los huevos, los cuales entonces para mí, su función y propósito eran totalmente desconocidos.  Aquella tarde también descubrí que mis huevos estaban directamente conectados a los pulmones, y que estos a su vez, estaban conectados a mis intestinos; ya que al impacto no solamente el aire se me escapó totalmente, si no que en el instante en que finalmente recobré el aliento, me cagué en los pantalones.  Ahí estaba el, con su cabello liso y graso, rechoncho y vestido como hijo de campesino, retorcido sobre la tierra mojada a unos pasos de mi, cagándose de la risa.
Todo pasó muy de prisa, y en realidad, de aquella tarde solo recuerdo como la lluvia parecía darle cierto grado de misticismo a aquel desolado patio y el instante en que al intentar alcanzar la rama más alta -cual era más fuerte- me paré sobre la más frágil,    y la caída, aunque estoy seguro que duró un segundo, recuerdo vívidamente el vuelo en picada y como pareció haber durado una eternidad.  Si no hubiera sido por que fue durante aquella tarde, el momento en el que sentí el mayor dolor que hasta entonces había sentido, incluso hoy, no podría precisar si realmente era yo quien caía o si realmente flotaba y todo aquel panorama gris se elevaba ante mí.   
Además de no haber sido el sobrino predilecto de mis tías, -lo cual para entonces me importaba muy poco- o el mejor amigo de los que creí mis amigos si hubiera tenido alguno, o incluso ser el más querido de los que quiso mamá, tuve siempre mala suerte.  De chico, uno de los espectáculos que más disfruté fue ver las hojas de los árboles caer durante el otoño.  Hojas que de todos los colores caían, poco a poco, dejando los arboles del jardín de la abuela semidesnudos y cubriendo la tierra como una manta espesa y colorida, la cual al darle el Sol, aparentaba cubrir en total sinfonía aquella tierra como se cubre al morir el cuerpo de los menos afortunados, discretamente tornándose tornasol.  Y digo  mala suerte porque de todos los lugares en los que pude haber caído, caí en el único que no estaba cubierto por las hojas.   No tengo un buen recuerdo de lo que sucedió después de la caída, aunque nunca he sido capaz de olvidar el olor ni el sabor de aquella tierra mojada, o el  singular color de su risa, o los ojos de la abuela fijados incrédulos en él desde el mirador. 
Y todo comenzó a girar y a girar, y de repente ya no sentí las gotas de lluvia sobre mi rostro, su risa se hizo cada vez más hueca y mi cuerpo más liviano, y justamente cuando advertí que el dolor había desaparecido, la oscuridad.

2

Cuando desperté desnudo en la tina, la abuela murmuraba mientras me restregaba el cuerpo con un trapo, y Meche, la mayor y más puta de mis tías, se cubría la nariz mientras forzaba vulgarmente gestos de asco.   Por alguna razón que nunca entendí, la abuela nunca permitió que mamá pasara poco más de unos minutos a solas conmigo y menos aun que se involucrara cada vez que me metí en líos por cabeciduro o porque simplemente en aquellos días me sobraba tiempo para perder el tiempo. Realmente nunca extrañé su cercanía, quizás porque nunca la tuve o tal vez porque desde que papá se marchó,  mamá nunca volvió a ser la misma.  Podía pasar largas horas en silencio, sentada inmóvil a la orilla de la cama, con la mirada perdida y contemplando la vida pasar a través de su ventana, estando aun ésta cerrada.  Aunque estaba totalmente prohibido mencionar su nombre, –para no causarle mayores disgustos a mamá–  en ocasiones, la tía Meche se las arregló para hacerlo, asegurando que alguna de sus amigas en Buenos Aires lo había visto <<bien acompañado>>.  Aunque suene extraño, siempre preferí la explicación de la abuela, e incluso hasta hoy, prefiero creer que desapareció como tantos, después del golpe militar, o que murió y que simplemente no se fue para cambiar de aire o vivir otra vida.
Por destino, por elección o por falta de alternativas, para entonces todos vivíamos con la abuela, y aunque nunca tuve una imagen formal o informal de un padre, nunca la necesité.  Mercedes, flaquísima y solterona, pálida y de ojos saltones, era la mayor de mis dos tías y la segunda en jerarquía en la casa después de la abuela, a quien tampoco nadie se atrevió a llamarla por su nombre.  La más joven de las cuatro mujeres que vivían conmigo y la más insignificante de todas fue Tere.  La tía del vestido corto y blanco, el cual habría remendado poco después de haberse quedado tantas veces esperando en la iglesia, la cual aun visitaba cada domingo para la misa, con sus labios rojísimos y acompañada de un algún poemario de Neruda, los cigarrillos que escondía y su pequeña biblia, marcada siempre a la mitad por la única foto que conservó del imbécil que la abandonó, vistiendo uniforme militar. 
Envuelto en una sabana, la abuela me cargó hasta su habitación seguida por Meche, por su famoso discurso de desaprobación y el susurro hueco que se escapaba por la puerta entreabierta de la tía Tere, la cual alcancé a ver brevemente de rodillas sosteniendo una pequeña foto sobre su pecho.   Ya en la habitación, la abuela me colocó suavemente sobre su cama y en un movimiento que lució más un reflejo, giró, empujó abruptamente a la tía hacia fuera y cerró tranquilamente la puerta.   Aquella tarde en su habitación fue la primera y única vez que vi a la abuela sonreír, y cada vez que me visita ese recuerdo y me parece vivirlo nuevamente, sonrío y me pierdo en el tiempo, y puedo ver como su rostro pareció rejuvenecer instantáneamente, y como todo se detuvo en el instante en que pícaramente me guiño un ojo y con cierto tono de complicidad me preguntó en voz baja:
-Entonces, ¿Desde cuándo conoces a Max?
La repentina conmoción al otro lado de la puerta nos trajo de regreso, y así, le trajo también el final a nuestra plática.  Allí la abuela me contó todo sobre él y con una promesa de dedos ensalivados,  prometimos nunca revelarle a nadie nuestro secreto.

3

Ser el único niño en aquella casa me concedió en igual proporción muchos privilegios y desventajas e hizo posible que disfrutara de gran libertad, la cual fue mayor en los momentos que la abuela tomaba el autobús hacia Mendoza y me dejaba al cuidado de las tías.  Fueron los largos momentos que pasé a solas en el jardín o trepado en algún árbol, los que alimentaron mi curiosidad y enriquecieron mi imaginación.  Fue aquel jardín con árboles de poca altura, de tierra oscura y desnuda, el centro de mi reino, donde todo era posible.  En ocasiones, si tenía suerte y la abuela se demoraba y regresaba al final del día, las únicas afirmaciones que me recordaban que no estaba solo lo fueron el olor de cigarrillo, el emparedado de jamón dulce olvidado sobre las escaleras y la continua corazonada de que alguien me observaba desde la rama más alta del  árbol de Tilo. 
En las tardes, me deleitaba acostándome sobre la tierra, escuchando el silbido de los trenes que llegaban y salían de la estación.  Imaginaba que viajaba en algunos de ellos y me perdía en los paisajes que pasaban a toda prisa al otro lado del vidrio.  Cuando llovía y me acostaba sobre la tierra mojada, el viaje se hacía incluso más largo y fascinante, y podía ver como las gotas de lluvia sobre vidrio reflejaban todo aquel panorama en movimiento, creando pequeños mundos idénticos que se disolvían al alcance de mis dedos.  Y cuando finalmente llegaba a la última estación, me recibía el olor del mar.  Nunca pensé que aquel lugar, al cual hasta entonces solo era posible llegar a través de mi imaginación realmente existía, y menos aun que algún día, gracias a la constante influencia de aquel chico, que fuera capaz de emprender un viaje de cientos de kilómetros hasta llegar a la costa.    

4

Ver a mamá salir de su habitación, lúcida y calmada, solo sirvió de preámbulo al espectáculo que tomó lugar aquella noche en el recibidor.  Cuando salimos de la habitación, su inesperada figura no causó impresión alguna en la abuela, quien aunque con su particular paso lento, la flanqueó con calculada frialdad evitando siquiera mirarle.   De pie frente al televisor, dos siluetas oscuras, las cuales ocasionalmente resplandecían con el incremento de luz que tocaba sus rostros, exhibían un inusual desconcierto.  Cada vez más cerca,  sus voces, las cuales fueron imposibles de distinguir unos pasos atrás por el alto volumen del televisor,  parecieron unirse en un lamento discreto e inmediato,  y un mar de ojos abatidos maniobraron un encuentro entre las sombras con los míos.   
La presencia de la abuela fue el remedio que logró que Mercedes y Tere, con pasos accidentados en retroceso, tomaran asiento en el mismo instante en que la tenue luz que provenía del televisor y el silencio repentino nos permitió escuchar aquella terrible noticia, seguida por las manos de mamá, firmes y tibias sobre mis hombros.  Aunque para entonces recién había aprendido a leer, me resulto fácil distinguir dos palabras en el titular del telediario, las cuales había escuchado o leído con trivial  frecuencia en el colegio: Guerra y Malvinas.
Imágenes de soldados corriendo, aviones de guerra elevándose, de una multitud desconocida que agitaba banderas celestes y blancas y los comentarios rampantes de cualquier anciana, todos ellos fueron silenciados por la voz de un hombre, el cual pensé por un momento,  por las expresiones de asombro de las tías y las manos de mamá cada vez más firmes sobre mis hombros, que era mi papá.  En aquella sala oscura, mientras todos parecían no poder contener su asombro, supe que aquella voz no era la de mi padre.  Allí escuché por primera vez acerca de Inglaterra y sobre Leopoldo Galtieri, fue en aquel momento, en el que el tiempo pareció detenerse, cuando vi por primera vez el mar y entendí que debía cambiar mi plan, ya que desde entonces nada volvería a ser lo mismo. 

Aunque las imágenes que vi aquella noche en el televisor, las de un mar gris y opaco, no eran las que yo soné, fueron suficientes para llevarme a fingir un bostezo y escaparme sutilmente de los brazos de mamá.  Mientras caminaba lentamente hacia mi habitación fingiendo cansancio, pude sentir los ojos de la abuela fijos sobre mi espalda.  A unos pasos de la puerta, el leve resplandor que se escapaba entre el suelo y el pie de la puerta me hizo advertir que la luz de mi habitación estaba encendida, y un inesperado ruido seguido por una risa infantil y familiar me detuvo frente a ella.  Por un momento, me pareció escuchar pasos e incluso el peculiar chirrido de la cama.  
¡Alguien estaba en mi habitación!
Intentando no ser escuchado, cuidadosamente coloqué mi mano en la perilla de la puerta e inmediatamente -para mi asombro- la luz se apagó.  Abrí la puerta lentamente, la empujé y desde allí, eché un vistazo en la oscuridad.   Pausadamente, con mi mano intenté encontrar el interruptor de luz y mi estómago se contrajo intensamente cuando el sonido de pasos apresurados y una sombra cruzó frente a mi rápidamente.   En un movimiento automático e involuntario, encendí la luz.  Y aunque todo pareció estar en relativo orden,  sobre mi cama pude alcanzar a ver un mapa.  Baje la mirada e inmediatamente mis brazos perdieron su fuerza, cayendo pesados en cada lado.  Abrí mis ojos en total desconcierto al ver que la cubierta de la cama, la cual tocaba el suelo, se movía; y una pequeña mano jugaba con ella.  La subía un poco y la bajaba, un poco más y la dejaba caer.  Escondido debajo de la cama, con un movimiento tímido que pareció más una invitación, discretamente subió la cubierta de la cama con su pequeña mano, aun llena de lodo, descubriendo así sus ojos oscuros e inofensivos, y acompañados de una sonrisa.  


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