7.4.12

SEIS COPAS con DIOS




Praga: Enero de 2012


     MI ASALTO CONTRA EL RESTO del mundo comenzó exactamente hace dos años.  Lógicamente no haré mención directa del día en que mi vida tomó un giro sin precedentes; estoy seguro que algunos de ustedes aun utilizan los dedos para contar, y no quisiera tener que decir más de lo que debo.  ¿Acaso es que un hombre no tiene derecho a guardar uno que otro secreto?  Y, hablando de saber utilizar los dedos para contar, debo añadir –ahora que lo recuerdo– que el asalto comenzó unos meses antes de aquel día; y para ser preciso, fue un viernes en la tarde, a poca distancia del Museo de la Academia de Florencia.  Y todo comenzó como siempre comienzan estas cosas; casualmente, y con un “hola”.  Debo aclarar que el asalto comenzó además con una cerveza, en el Bar Regente, a poca distancia del arco.; aunque por alguna razón no recuerdo su nombre.  Lara y yo nos habríamos peleado, como era usual al tercer día de cada encuentro; por alguna tontería que habría dicho, o por algún gesto involuntario que le sugiriera disgusto.  Como hombre al fin me fui a la calle, al bar; a buscarme un par de alas, un par de tetas, y en el proceso: borrón y cuenta nueva.  Fueron aquellos los últimos días que viví creyendo que el destino era un lugar habitual.  Para entonces no me importaban mucho las respuestas que me recordaran la verdad; y puedo decir  hoy, con mucha deshonra, que la utilicé; y que luego la dejé en el mismo lugar en el que dejo a quien se cruce por mi camino por más de unos meses: en el olvido.  Digamos que Lara formó parte de ese abominable proceso que todos los hombres pasamos cuando nos dejamos llevar por la razón y no por los instintos.  

     Mi asalto comenzó, como dije, con una cerveza; la cual compartía con los seis “habituales” espacios vacios del Bar Regente. Y una voz profunda, un eco ensordecedor, un aleteo de trompetas voladoras a mí oído suspiró:

“¿sabes que tenemos en común “la nada” y yo?”

“No.  En realidad nada se me ocurre ahora.”  Pause por un instante, forzándome a mantener la mirada fija sobre el mostrador.  “Pero, puede usted deleitarse – a mí me sobra la soledad y el mal gusto.”

“Bueno, pues, te lo diré.” Respondió mientras me miraba fijamente, intentando suspenso.  “¿Sabes que tenemos en común “la nada” y yo?” – En que ninguno de los dos tuvimos principio ni tendremos fin.”  Extendió su mano enorme y suave,  y concluyó: “Mi nombre es Paö, también conocido como el hijo de Dios; mucho gusto en conocerte.”

     Habían transcurrido meses desde la última vez que había tomado una copa.  Aquella noche cumpliría seis meses de estar sobrio.  Y me costaba creer que con tan solo una cerveza ya estaba alucinando. (¿El hijo de Dios?  Pero en que putos líos me ando metiendo?) Se sentó a mi lado, y dedicó un instante a arreglar la cortina de trapos polvorientos que vestía.  Por su espesa barba y su gran cabellera quemada por el Sol deduje que no sería una de esas “maricas atormentadas” que a tales horas se aventuraban a ir de pesca.  Pero corto es el camino que te lleva del infierno al cielo, y mi acompañante de la silla contigua logró hacerme creer en el paraíso nuevamente cuando pidió una ronda de whisky.  Aquella fue mi primera copa con dios; bueno, debería decir: “Dios”.  Él mismo me corrigió luego de varios intentos fallidos por reducirle su rango. Y sacó de un improvisado bolsillo en su sotana, una tarjeta color blanca. Aquella botella habría costado una pequeña fortuna, pero Dios no se conformaría con menos; pensé.  Una tarjeta plástica blanca: sin logotipo, numeración, o nombre –“una tarjeta de crédito Celestial”; me comentó mientras pagaba la cuenta.

     Y como hombre al fin, decidí en secreto buscar confirmación.  Si hacían tan solo seis meses desde mi última copa, y ya estaba alucinando; pensé: “A este macho le hago pagar por mi borrachera, por un par de putas italianas, y luego lo desenmascaro.”     Se dio un sorbo, fruñó el ceño y le pregunté: 

“¿Qué se siente ser Dios?”

     Me respondió: 

“El hombre, desde el principio de la historia, siempre ha mirado hacia arriba en busca de respuestas.  Alguien tenía que hacerse cargo.  Ahí entro yo.”

“¿A qué se refiere cuando dice: ahí entro yo?, le pregunté.

“Ustedes no podrían sobrevivir en un lugar sin orden, sin un líder.  El hombre por naturaleza necesita ser dirigido; más bien vigilado.”  Me sirvió otra copa, y pude ver ironía en sus ojos; continuó: “ya van dos copas y dos preguntas, mi querido amigo.  Le aconsejo que piense mejor antes de preguntar; solo le quedan cuatro más.”

“Ya veo que para usted tan solo somos números…”, añadí.

“Cada cual hace lo que tiene que hacer para sobrevivir, ¿no lo crees?", me confirmó.

“Entonces… solo dedujo que como el espacio vacío arriba de cada uno de nosotros se encontraba vacío,  debía usted ocuparlo, ¿no es así?" 

“Yo no deduje ni tampoco he hecho nada. Tal vez esa pregunta debió habérsela hecho a algún Cardenal, o algún Imam, o a algún Rabino. Verás; yo no los creé a ustedes, como dicen los libritos esos, yo soy solo un gran invento, la única herramienta que garantiza el control del hombre.”  Se dio otro sorbo y añadió: “Debo recordarle que le restan tres copas y tres preguntas.”

“Y si usted no existe, si solo es el resultado de la gran imaginación de algunos hombres que buscaban poder; ¿cómo es que está usted aquí?”, le pregunté.

“¿Qué te hace estar tan seguro de que en realidad estoy aquí?  ¿Y si solo fuera el producto de tu limitada imaginación atrofiada por las copas, o peor aún, por la fe?”
“Una pregunta no se contesta con otra pregunta”, le contesté.  “Usted  no tiene moral; debería desenmascarar a todos esos cretinos.”

“¿Y arriesgar así mi propia existencia? – le quedan dos preguntas…”

“Dígame usted, dios, ¿Por qué permite que nos matemos unos a los otros en su nombre?”  Se tomó un gemelo de whiskey (dos sorbos de un tiro) y respondió:

“En estas cosas divinas, en los asuntos de fe; es más importante la sobrevivencia que la influencia o la convivencia.  No conozco a nadie que esté dispuesto a regalar lo que con tanto esfuerzo ha construido.  Además, a ustedes les fascina apuntarle con el dedo a lo que sea que pueda responder las preguntas que les aterra contestar: que no hay dios, ni dioses, ni legiones de demonios; que solo son eso, hombres, el producto de billones de años de evolución, y no el resultado de algunos milagritos, o de unos pares de milenios de creación.  Que el dos por ciento de la población de mundo controla el otro noventa y ocho por ciento.  Que soy solo un mal truco, un conejo que salió de un sombrero del que se supone salieran palomas.  Una palomita blanca que una serpiente se tragó.  Y ahora, ni el simple hecho de negar la Fe, como lo has hecho tu, no los salvará de la llamas eternas de la hoguera.”

“¿Me acusa de soberbia?  ¿Acaso ésta es su única defensa?  No sea cobarde y defiéndase como un hombre, y déjese de mariconadas.  Dígame: ¿es usted real, o solo una visión?  ¿Acaso es usted un oasis en mi subconsciente, otra treta del alcohol?”

     Y una voz profunda, un eco ensordecedor que ahora se alejaba murmuró: 

¿Sabes que tenemos en común “la nada” y yo…?


     Tres días después de aquella velada abrí los ojos, y Lara estaba allí, a mi lado.  El Sol le iluminaba mi lado favorito de su rostro; e intentaba disculparse en portugués por algo que no recordaba.  Le hablé sobre mi encuentro con el misterioso Paö, y no salía de su asombro.  Le expliqué que no había tenido suerte en lograr que me contestara una última pregunta; que se había ido a la fuga en cuanto le solicité una confesión.  Y que no terminó siendo el gran hombre de palabra que se decía que era.  De un bolsillo en mi chaqueta sobre el escritorio sacó un pedazo de papel.  Su rostro se torno rígido, frio; y me preguntó:

“¿Desde cuando comenzaste a embriagarte nuevamente?"

     Admito que es mucho más fácil mentirle a Dios que a una mujer, y que las consecuencias son menos nocivas.  Luego de una dolorosa recuperación, de haber logrado lo imposible: seis meses de sobriedad;  me gocé doce copas de whiskey, y fui tan ingenuo de culpar al “hijo de Dios” y a su voluntad.  Para entonces ignoraba que para convencer a una mujer se necesita más, mucho más que un plan divino.  Fue en ese momento en el que decidí que viviría mi vida como lo que ha sido, como el efecto de millones de años de intentos y errores; como me dijera el mismísimo Paö: 

“A vivir, que el presente es la única eternidad posible.”1

Y antes de que lo olvide: “¿Saben que tiene en común Dios y la “nada”?

“Que ninguno conocerá el fin, pues ninguno conoció el comienzo.”

Palabras de dios…

“¿Qué les puedo decir?”


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1.   A vivir, que el presente es la única eternidad posible. (Cita. Autor:  Lisa Pfister)
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