21.5.12

DE LA MADERA que ESTAMOS HECHOS


     La verdad es algo tan difícil que alguien te diga a la cara… completamente imposible decírnosla a la cara nosotros mismos.  
Para M; por su flor y por la primera vez…
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     NO HAY MEJOR ANTÍDOTO que unos días a solas frente al mar.  Y no hay mayor premio para un hombre que la medalla a la indiferencia, o el peor debo decir; lo que a fin de cuentas es lo mismo.  Se me hizo relativamente fácil, luego de haber caminado seis kilómetros en una densa selva, encontrar la costa; la costa de un mar que aun se las arreglaba para mantenerse virgen, o sea, no toqueteada por el hombre.  Encontré la costa porque aquel mar rugía; no como las bestias, sino como los truenos.  Nunca he sido amante del mar, aunque nunca he vivido a más de diez kilómetros de él en mis cuarenta años de vida.  Solía disfrutar de un chapuzón cuando las cosas se hacían duras, o cuando me sobrecargaba la confusión.  Las olas del mar, si logras que una atraviese tu cuerpo entrando por la cabeza y desapareciendo en los pies, limpian el espíritu y sanan las viejas heridas; así me decía la abuela.  Pero el transcurso de los años lo cambia todo, al más sabio de los hombres;  y al cabo de unos años comencé a pensar que todo lo que decía la abuela eran pamplinas.  Han pasado treinta y cinco años desde la primera vez que escuché a la abuela decir eso. Y no ha pasado un momento en el que no recurra al mar con el único fin de sacarme uno que otro demonio, o a alguna mujer; lo que al fin de cuentas es lo mismo.
     Seguramente pensarán que no soy más que otro hombre despechado y, para no comenzar sembrando dudas les diré que sí; que sí es despecho. ¿Es que acaso creen ustedes que nosotros, los hombres, no sentimos?  El problema con ustedes, las mujeres, es que creen que un hombre no tiene la astucia o el corazón para desenmascararlas, o para decirles la verdad a la cara.  Bueno, en realidad sus problemas son muchos,  y serán más aun cuando les cuente la historia de la única mujer de la que…  Bueno, mejor les hablo de Isabel.  Sus problemas, cuando finalice la historia de Isabel, serán más porque a nadie le gusta que le digan la verdad a la cara, y hay mucho de Isabel en cada una de ustedes.  ¿Acaso no es por eso que leen?

II

     El verano del 93’ terminaba.  Y con él también terminaba –como se dice comúnmente– otro capítulo de mi vida.  De un tiempo para acá he optado por asignarle un número a cada capítulo de mi vida, lo he hecho por seguridad; después de todo a nadie le gusta que le recuerden la verdad.  Pero para entonces y hablo del verano del 93’ me complacía con personalizar cada capítulo con un nombre. El problema surgió cuando realicé que tenía dos nombres para el capítulo, al cual hoy le he cambiado el nombre por el número 22, pero al que entonces opté por titular: Mariana e Isabel.  Ambos nombres merecían un lugar al tope, eso creí, hasta que se armó la guerra por el control.  En el capítulo 20 de mi vida, al cual entonces titulé: La Universidad, escribí sobre mi primer año de formación académica en la Universidad de las Américas, pero sobre todo escribí acerca de Mariana.  Y no fue para menos, Mariana fue la primera costa virgen, o sea, no toqueteada por el hombre, por la que caminé.  Algo es muy cierto; los años de universidad son los mejores por solo dos cosas: la libertad de pensamiento y por el sexo; precisamente en ese orden.  Y con el transcurso de los primeros años, cuando nuestros ojos comienzan a ver el mundo tal y como es y no como nos han contado, entendemos claramente el sentido de nuestra existencia como hombres: tener sexo.  Claro está que un hombre hará lo que sea necesario para meterse en los pantalones de una mujer; y esto incluye, con mucha pena lo admito, mentirles diciéndole a cara cuanto la amas.  Pero por alguna razón siempre funciona como un amuleto para la buena suerte.  Solo dile cuanto la quieres y en poco tiempo alcanzarás el paraíso.  
     La ambición me llevó, unos años después, a los confines de la gloria y la estupidez.  Mis ojos y mis pensamientos eran otros, y no faltó mucho para que viera claramente que las curvas de Isabel eran más peligrosas que las de Mariana.  Y como siempre he sido amante del peligro…
     Isabel y yo nos conocimos en un bar cercano a la facultad, y desde aquella tarde nos hicimos inseparables.  Para zafarme de cualquier interrogatorio de Mariana, le había dicho que comenzaría a trabajar en la biblioteca durante las tardes; lo que no fue del todo falso.  Luego de ocho copas, las que luego se redujeron a dos, encontrábamos, Isabel y yo, refugio en la sección de religión en la biblioteca; la cual nadie visitaba.  Y fue allí, entre manuales de teología apilados por todos lados donde nos derretíamos casi a diario sobre la alfombra.  Más que peligrosa, Isabel resultó ser muy aventurera, lo que admito me llevo de los confines de la gloria –como dije–  y posteriormente a los de la estupidez en picada.  Isabel ya no disfrutaba la sección de teología en la biblioteca, ni el baño de caballeros en el bar, o el abandonado laboratorio en la facultad de astronomía.  Isabel quería más, necesitaba más; y así fue como terminamos desnudos en el confesionario de la Catedral de San Ignacio.
     Mientras nos revolcábamos dentro del confesionario me las arreglaba con gran esfuerzo para no gritar.  Ella sin duda sabía lo que hacía, hablaba en lenguas y todo mientras aplastaba mi cuerpo con sus grandes pechos.  Por un momento me pareció escucharla gemir como un perro y me dije: “Soy una maquina…”  Pero no era ella quien gemía.  A mis pies, los cuales no podía mover por la falta de circulación en las piernas, había un perrito. Me pregunté: “¿Qué ostias hace un perro acá?”  Isabel se bajó de mis piernas para acariciar el perrito, y por un momento sentí la gloria cuando mis piernas recobraron la sensibilidad.
–Un momento…  Yo conozco este perro, dije.
–¿Cómo que conoces a este perro?, respondió Isabel.
     Pero las palabras no salieron de mi boca.  Y mis rodillas se hicieron débiles.  Y casi me orino encima cuando Mariana abrió la cortina del confesionario y nos encontró desnudos intentando sofocar el jodido perro.  Una amiga de Mariana le había regalado, semanas antes, un perro salchicha para que le hiciera compañía en los largos periodos de abandono a los que la sometía.   Y fue el mismísimo perro el que me alertó de su presencia; lamentablemente desnudo, acalambrado, y con una rubia despampanante.  Fue claro que Mariana me venía persiguiendo, por unos días incluso, me atrevería a decir.  De seguro que esperó pacientemente por el “momento adecuado” para hacer su entrada triunfal.  Y así fue.  Allí me haló por los pelos, me pateó los huevos, me escupió más de diez veces, se cagó en mi puta madre y concluyó: 
– ¿Ves como el perro es el mejor amigo del hombre?
<<Y yo que pensaba que el mejor amigo del hombre era su pene…>>
     Mariana me mandó a la mierda. Yo no entiendo a las mujeres.  Si un hombre se acuesta con una mujer en algún antro de pueblo, o en su propia casa, es malo.  Y si lo hace en una catedral bajo la misericordia y el perdón automático de Dios, también.  Mariana me mandó a la mismísima mierda.  Sí, a ese lugar que bien pudiera ser cualquiera pero que en mi caso se refería al lugar llamado “mierda” que me dejó en la calle, sin techo, con lo que traía puesto y nada más. 

III

     Llevaba tres meses viviendo con Isabel.  Me había rescatado de las calles porque me amaba, me dijo.  Regresé a la universidad poco después y me conseguí un empleo.  Intentaba volver a la normalidad.  No tenía otro remedio que tragarme la mierda con Isabel, y al poco tiempo se me hizo fácil decirle alguno que otro “te amo” pensando en Mariana.  No sé.  Es como si todo lo que me atrajo de Isabel una vez, se había desvanecido.   Vivíamos juntos y la pasábamos muy bien.  No recuerdo ningún encontronazo con ella.  Éramos perfectos estando juntos.  Pero eso no fue lo que me atrajo de ella.  Me había enamorado de su cuerpo, y de que fuera tan puta.  Y ahora todo había cambiado.  Con mayor frecuencia, en las noches comenzaba a platicarme de cualquier tontería; de las artes o de literatura, y yo solo quería que se callara la boca y me diera una mamada.  No sé si me entiendan: me enamoré de Mariana, pero del cuerpo de Isabel.  Y ahora que Isabel se había tornado en una Mariana, hice lo que tenía que hacer.  No sé si me entienden.
     Era el verano del 96’ y durante aquellos días me dediqué a escribir el capítulo 25, al cual entonces había titulado, muy oportunamente: El fin de Isabel.  Cobraba auge para entonces una invención que revolucionaba el mundo: el internet.  En poco tiempo terminé de escribir mi plan para abandonar a Isabel, y me sobraba la mitad del día para perder el tiempo, y para alejarla poco a poco.  La indiferencia, ¿recuerdan? – bueno, pues, yo me gané la medalla.  Me pasaba incontables horas metido en un mundo virtual, no porque lo disfrutara, sino porque quería hacerle sutilmente claro a ella que ya no me importaba. Poco a poco y constantemente ganaba más terrero mí magnifico plan: lograr que fuera Isabel quien me dejara, para no tener que confesarle que me aburría, y que odiaba su proximidad.  En ese proceso,  mientras esperaba lo inminente, también dedicaba cada día más tiempo a mi obsesiva relación con el internet.  Poco después, conocí a una misteriosa chica italiana en un sitio virtual, la cual se hacía llamar Mia Conti.  Una noche, luego de repetidas invitaciones de acompañarla a la cama que rechacé, Isabel entendió que algo sucedía; pero no dijo nada, me lo dijeron sus ojos.  Aquella noche Isabel durmió con la tranquilidad de un bebé, y yo recibí el primer rayo de luz del siguiente día diciéndole a Mia que era mía.
Aquella mañana Isabel se levantó envuelta en un aire que no reconocí.  Se duchó y se tomo un café con gran reserva. Y antes de cerrar la puerta me dijo desde el recibidor:
“Estaré unos días en la casa de una amiga.  Creo que necesitamos un tiempo a solas; para pensar en lo que ambos queremos…” Y se marchó.  Y yo sonreí.

     Los siguientes días transcurrieron de maravilla.  Por primera vez todo mi tiempo y mi espacio eran para mí, y yo era el único rey de aquel palacio de cartón.  Cada tarde regresaba con más ansias de meterme al ordenador para platicar con Mia, la misteriosa italiana que desde el otro lado del mundo, y tan solo con sus palabras, me traía como perro faldero.  No sé;  creo que me tomó mucho tiempo enamorarme de Mia Conti; lo que es aceptable tomando en consideración que no la conocía personalmente.  Fue muy difícil que me conquistara esa mujer: me tomó poco más de tres días confesarle mi amor, y dos días más en hacerme de un boleto de avión para Milán.  Terminaba el verano y decidí dejar la universidad, dejar a Isabel, dejarlo todo y emprender la aventura de viajar a Italia para conocer a mi nuevo “amor de toda la vida”.   Era Agosto del 96’, y había adquirido un boleto sin regreso a Milán para el 24 de ese mes.  
     Aquella mañana, luego de la ducha, decidí ir de paseo por el centro y visitar mi restaurante favorito, Gayola.  Después de todo, pensé, aquella sería la última vez que caminaría esas calles, las mismas que caminé junto a Isabel y Mariana, y la última vez que almorzaría en mi restaurante favorito.  Caminé por un rato y no sé; había algo extraño en el cielo, las nubes colapsaban entre sí sin producir sonido alguno.  Nubes grises y luego negras, dándole un aura de premonición al encogido cielo sobre mi cabeza.  Pero como hombre al fin, continúe la marcha hasta el restaurante creyendo que se trataba de una señal divina o de un buen augurio.  Me pedí mi plato favorito: asado de carne en salsa de vino tinto, setas y patatas.  Una pena que ni Isabel ni Mariana nunca aprendieron a prepararlo correctamente.  Isabel sobre-cocinaba la carne y Mariana quemaba las patatas.  Almorcé con un gusto triunfal.  Mia Conti me había asegurado que era experta con las carnes, y en poco menos de un día, me dije, podría saborear la suya.  Me tomé tres cervezas y un Jerez.  Llamé un taxi con la mano para regresar a la casa, para recoger mi equipaje y dirigirme al aeropuerto. 
–Espere aquí –le dije al taxista– solo iré por mis maletas y regreso en unos minutos.
     Al bajarme del taxi noté que el Fiat de Isabel estaba aparcado frente a la casa, encendido; y casi me orino en los pantalones.  Pero había algo a mi favor, pensé.  Isabel no sabía que me marchaba para Italia, en todo caso pensaría que me marchaba por la simple razón de que ella me había abandonado primero.  Así que me armé de valor, como hombre que soy, y caminé hacia la puerta.  Por un momento sentí la necesidad de mirar hacia arriba.  No habían nubes en el cielo, ahora azulísimo y despejado; y me dije: “soy una maquina.”  Frente a la puerta alcancé a escuchar la radio a todo volumen, pero no recuerdo que canción era.  Me detuve frente a ésta por un momento, intentando descifrar lo que sucedía. ¿Qué habrá hecho Isabel con mis maletas?, me pregunté.  Pero allí permanecí por unos minutos, pensando que decir.  Murmuré:
–Soy un hombre, soy una maquina...
    Y de un empujón derribé la puerta; debo decir, la abrí, ya que estaba entreabierta.

IV

     Si una mujer es el demonio, dos mujeres son el infierno.  Cuando abrí la puerta, Isabel le introducía su lengua, sus dedos, y un cohete tamaño miniatura por la flor a Mariana.  La música se hizo más ruidosa, pero confieso que le otorgó un aire de victoria a aquel evento.  Sobre la cama, Isabel amarraba el cuerpo desnudo de Mariana contra el suyo como una mismísima tarántula, y yo no salía de mi asombro.  Bajo sus cuerpos, en lugar de sabanas, la cama estaba cubierta por decenas de hojas de papel, y yo no lograba salir de mi asombro.  De un momento a otro la música se detuvo, y con el silencio también llegaron sus ojos, clavados en los míos.  
–Nos alegró mucho que hayas empacado, por eso decidimos celebrar.  Es más sencillo así, ¿no crees? 
–¿Pero qué es esto?, pregunté.
–Como dije: nos alegra mucho que te largues, y nos alegraría más que no regreses.  Tus maletas están hechas, y sobre una de ellas te dejamos un sobre.  El contenido de éste, el cual te sugiero le pongas mucha atención, contestará todas tus preguntas.  Ahora lárgate.  ¡Váyase a la mismísima mierda!
–¡Muy bien, hijas de puta!, les grité.  Pero ellas regresaron a su juego de arañas y pulpos, y no contuvieron la risa.
   La corta distancia entre mi antiguo palacio de cartón y el aeropuerto se hizo interminable.  Dentro del sobre había exactamente 448 páginas, fechadas al tope y enumeradas cada una de ellas.   Aquellas páginas recogían todas las conversaciones que tuve con Mia Conti en el sitio virtual en donde nos conocimos. Cada palabra, cada cuentecito lujurioso que le hice y que ella correspondió, cada “te quiero” que le escribí estaba allí escrito, con hora y fecha.  La última página fue la que me trajo la cruda realidad de que Mia Conti, la misteriosa italiana, no era otra cosa que un virtual invento planificado por ambas para darme una lección; según se desprendía de la carta.  Mariana se había hecho pasar por otra con el fin de desenmascárame.  Hacia unos meses que Isabel y Mariana se veían, y caí en su trampa, como hombre al fin, siempre cayendo.  No tuve más remedio que cambiar de plan y pedirle al taxista que me llevara a un hotel; pero de todos los que fuimos ninguno tenía vacantes.  Y así fue como terminé en el mar, en un mar que rugía como los truenos, no como las bestias. 

V

     No hay mejor antídoto, o remedio debo decir, que unos días a solas frente al mar.  Le pedí al taxista, mientras buscaba un lugar donde pasar la noche, una parada para comprarme unos cigarrillos.  Pero cuando regresé, el muy hijo de puta se había ido a la fuga con mi billetera y con mi equipaje.  Así fue como terminé en la costa, luego de haber caminado varios kilómetros en busca de refugio, en busca de limpiarme con el agua del mar la mierda y las viejas derrotas.
     Pero aquel mar rugía. Y una vez más recordé las palabras de la abuela. Y me lancé al mar para sacarme a Isabel de la piel, para sacarme a Mariana del corazón.  Me lancé al mar para borrar a Mia de mi mente y el demonio de mi entrepierna.  Me lancé en aquel mar virgen, o sea, no toqueteado por el hombre, para olvidar, para llorar y para reír, y para entender que no somos más que madera cortada del mismo árbol.  Fue allí, rodeado de soledad y de escombros, bajo un cielo negrisimo y sin luna donde también descubrí que el diablo y el hombre, a fin de cuentas, son lo mismo…
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5 comments:

  1. Hola Rocco:
    Me trajo hasta aquí el link que dejaste en FB. Me dio curiosidad, vine y me encontré con un muy buen blog. Me entretuvo y me gustó como está escrito.
    Con tu permiso, voy a quedarme como seguidor.
    Un abrazo.
    HD

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  2. Gracias Humberto. Un saludo amable y buenos deseos.

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  3. "No hay mejor antídoto, o remedio debo decir, que unos días a solas frente al mar." Muy cierto!!!! Bueno viviendo en PR como no hacerlo. Hablo con una amiga y me dice que tu blog es excelente , me envia tu link y aqui estoy sorprendida. Una mente clara, mucha escencia. Que bueno que decidi sacar unos minutos, desconectarme de tanta realidad y dejarme llevar por tus relatos. Gracias por que llegue a pensar que ya no existian mentes asi.

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  4. Bañarse con agua "salá" siempre ha sido y será el mejor remedio.

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